Siempre que se hable del Sitio habrá que mentar el teatro,
pues fuera de sentarse en las bancas de parque, aplastar los glúteos en el
kiosco, jugar un chico de billar, emborracharse hasta los testículos o por si
las moscas, ver un partido de fútbol en la cancha Camilo Torres, no había más
que entretenerse, de vez en cuando ocurría algo diferente, que la chiquillada
celebraba a reventar. Algunas empresas de cosméticos, dentífricos o de jabones enviaban
en son de publicidad, carros adaptados para presentar películas en 35 mm, pero
primero recorrían el pueblo con el parlante a todo volumen invitando a comprar
su producto y matizando la retahíla con música bailable o aquellos boleros de
los Panchos que arrancaban suspiros a las damas; pero no iban solos, detrás
corrían los niños que acababan de salir de la escuela, pues algún souvenir les
lanzaba y aquello los hacía feliz. El telón para aquellas películas era la
pared de antigua casa Consistorial y las sillas era el tibio pavimento en que
se acomodaban familias enteras disfrutando del séptimo arte al amparo de la
frescura de la noche, el volar de intrépidos murciélagos y titilantes cocuyos,
claro, ahí también se hacían sentir los fogoneros. Guillermo Toro con su vara
conectaba la cuchilla para volver iluminar el espacio cuando aparecía el
melancólico fin; traído por la brisa, desde el Café Pilsen, las voces de
Margarita Cueto y Juan Arbizu incrustadas en el disco de 45 R.M manifestaban
que la vida cuotidiana continuaba y así mismo lo hacía entender el tañido de la
sonoridad de las campanas del reloj cuando daban las 9 de la noche, hora en que
los hogares de la histórica población, volvía a su rutina. Un buen día, empezó
a rodar la bola de que en la majestuosa residencia de los Tobón Roldán que
quedaba unos metros antes de llegar a la cantina de Tito Montoya, esa noche se
presentaría cine y… ¡Tome! A pedirle platica al papá para poder entrar. Darío
Tobón, uno más de la cofradía de aquella aquilatada familia le dio por hacerle
competencia al teatro Gloria.
Aquella casona, era una de tantas de los castillos de los nuestros en que se levantaban numerosas familias, en donde no podía faltar el solar arborizado con árboles de naranjas, mandarinas, guayabos, mangos y que muchos hacían sus eras de pan coger. En la entrada estaba un portón tallado, seguido de amplio zaguán que se topaba con un contra portón que al abrirlo los ojos se tropezaban con un enorme patio empedrado sembrado de bifloras florecidas, techo sostenido por gruesos pilares en que flores de conservadoras, “novios” y margaritas daban mayor colorido a aquellos amplios corredores enladrillados que recordaban la majestuosidad y señorío de un tiempo en que la sencillez era decoro; pues bien, en el contra portón estaba elegantemente vestido y con su sombrero gardeliano Darío, cobrando la entrada a cuanto mucharejo le dieron los centavos para la entrada, así mismo, señoronas encopetadas con sus fieles esposos que no querían dejar pasar la oportunidad de ver la película, cambiar la rutina y porque no, echarle un miradita aquella mansión. Tenía aquel disfrute la particularidad de ser el portero, el mismo maquinista reproductor de la cinta, la frescura del ambiente, de vez en cuando el airecillo llegaba impregnado de olor a sancocho, la paz absoluta de la familiaridad entre vecinos y sobre todo, esa gran dicha de no tener entre los asistentes, la plaga de los fogoneros. Fue la fragante época, en que todos se conocían, se respetaba los mayores, se compartía la dicha y hasta el dolor se llevaba entre todos para alivianarlo.
Alberto.