foto de Internet.
Sí. Había llegado la hora. Ya iba de la mano de mi padre rumbo a la peluquería de Víctor Gallo. No sé el porque le tenía cómo un miedito a tal acontecimiento, que para el resto de los humanos, era normal.
En la puerta y recostado a un taburete, se encontraba Don Víctor, un hombre alto y de buena contextura, empezando a canar, que llenaba de humo la habitación que salía del tabaco que no podía faltar en su boca. Como era tan pequeño, él ponía una tabla que atravesaba la silla y tomándome por los brazos de un sólo impulso me acomodaba. Mientras él me cubría con una sábana blanca impecablemente limpia -aunque no podían faltar algunos pelitos del anterior motilado y que me picaban-, yo miraba los utensilios que emplearía que estaban acomodados en repisas de vidrio. Allí se encontraban en frascos con alcohol las tijeras, más allá la barbera, unas peritas que al apretar salía un talco, la brocha para untar el jabón, la maquina para desbastar el cabello, la "piedralumbre" para matar las infecciones, las tijeras y la piedra para amolar.
Foto de Internet.
Y ya bien acomodado comenzaba la faena. Cerca de mis oídos escuchaba el movimiento constante de las tijeras que eran manipuladas con un ritmo casi musical, sentía cómo se deslizaba el peine por entre mi cabello -con algunos tirones- que él disimulaba diciendo: "no te peinaste bien" y seguía cómo sí nada hubiera pasado, claro, el dolor era sólo mío. Caían al suelo los pedazos de pelo más pesados, porque los más pequeños, o se me pegaban en los ojos, o se me entraban por la nariz, lo que hacía que me diera ganas de estornudar. Todos esos inconvenientes hacía que dicho programa no fuera nunca de mi agrado, ¿Pero quien podía aguantar a mis padres? Con sólo que algunos pelitos se treparan por encima de las orejas y..."mijo, ya es hora que se motile", ¿que le quedaba a uno por hacer?, ¡someterse a la tortura!.
Mientras Don Víctor estaba en su trabajo, mi padre se leía o hacía que lo hacía, revistas viejas, que por el pasar de tantas manos, estaban descoloridas y sus letras borrosas lo que se volvía cómo acertijo que mi progenitor ignoraba pasando las hojas hasta llegar a su fin, que era cuando yo ya estaba bajando en los brazos de Víctor de mi pedestal y quien manifestaba con cierto orgullo: "quedó muy bien el niño".
No puedo olvidar que cuando ya estaba motilado mi peluquero de la repisa, tomaba la primer perita y oprimiéndola, salían chorros de alcohol que los esparcía por la nuca y detrás de las orejas que de inmediato me hacían ver el diablo ya que la barbera de una manera u otra me habían hecho pequeñas cortadas. Tomaba la otra perita que brotaba al oprimir algún talco que me caía cómo una bendición, pues me calmaba el ardor.
De la silla estaba pegado una tira de cuero en la que alisaba o asentaba la barbera para que ésta tomara más filo, ese sí era todo un espectáculo para mí ya que lo hacía con suma rapidez y con unos golpes acompasados, que me dejaron siempre con la boca abierta. Adiós Don Víctor estoy muy agradecido decía mi padre en aquel tiempo, hoy, yo digo lo mismo.