Anciana haciendo croché.
"Da lo que tienes para que merezcas recibir lo que te falta" (San Agustín).
Por más que queramos olvidar el paso hermoso por la escuela, es imposible. Es quizás, igual, que borrar una mancha de familia. Siempre estará presente en la memoria, aún sí los años nos derrumban. El primer años de aulas, se nos viene con miedo, por aquella ansiedad y temor de lo desconocido; por la tristeza de abandonar los brazos cálidos de la madre, el calor soñoliento embrujado de unas cobijas y el desayuno dado por la progenitora, de a cucharada enfriada con el soplo del amor. La maestra de turno, se esmeraba para que la transición fuera lo menos traumática y el niño cambiara el miedo por la felicidad en el nuevo hogar. Porque así era. Una casa, segundos padres y el placer de romper la oscuridad de la ignorancia. Todo se vuelve diferente al segundo año. Ya correteamos cómo liebres por los corredores, nos sentimos importantes al ir juntando las letras para ir balbuceando frases e internamente nos sentimos sabios, secreto que sólo saben los padres. Al pasar al siguiente, la lista de cuadernos y algunos libros, es diferente en tareas y el peso físico de la maleta, que nos hace hacer descansos en las orillas de la carretera, para no llegar fatigados al aula, porque allí en el morral, también se han echado mangos, mandarinas, trompo, las canicas, pedazo de panela para mascar en el recreo y el suéter por sí a la salida está lloviendo. En aquellos cuadernos para estrenar al principio del año, venía uno diferente a los demás. El cuaderno para la escritura.
Primera misa en una capilla.
Al toque de la campana, se formaba por grupos y en fila ordenada se entraba al aula o salón de clases. El maestro, encaramado en pequeña plataforma, echaba una mirada a los alumnos, se acomodaba las gafas y con voz de mando: saquen el cuaderno de escritura. Éste era diferente porqué tenía dos líneas iguales y otra pequeña en la parte de abajo, con el fin de aprender a escribir con perfil y grueso que era la usanza en tiempos remotos. En el tablero el maestro había diseñado algo igual y con la tiza iba escribiendo una muestra, para que lo hiciéramos de la misma forma; nosotros en el encavador con su pluma, íbamos untando en el frasco de tinta y con delicadeza, escribíamos con perfil y grueso hasta llenar la plana. Algo de ese aprendizaje, hizo que la mayoría, escribiera después con hermosa letra. Hoy en desuso.