La costumbre de la arepa.
"Engarza en oro las alas del pájaro y nunca más volará al cielo" (Tagore).
Esos ancestros del padre venían esculpidos en el cerebro, en el torrente sanguíneo y en la postura. Ese campesino íntegro, nacido entre montañas, quebradas arrulladoras, olores a musgo, elevado a las alturas por humo de chimeneas, de alegrías de recolector en el arado del alimento que brinda la tierra; buscador de leña que atice el fogón para que llamee y hierva el sustento para una familia numerosa, unidos por el calor de las llamas y una totuma de café. Esos ancestros jamás lo abandonaron. Buscando otros mundos, partió de su querencia. Lo siguió por todos los caminos, la fortaleza infundida en los años mozos. La universidad, la hizo, aferrado al azadón que a cada golpe, despejaba el tubérculo o la hortaliza; escribía planas enteras sobre el cielo azulado, derivados de honestidad, respeto y perdón. Se echó al hombro curtido por el sol, la maleta de experiencia, consejos y partió, no sin antes echar una última mirada a la casa de chambrana en la que el perro le decía adiós con latidos lastimeros y hasta el rumor del agua, hizo un minuto de silencio. Con el canto de la ruana, se enjugó las lágrimas y partió a lo desconocido. Toda su vida, la compartió con ese lugar, en que vio por primera vez la luz y sus ojos se llenaron de verdor. En el nuevo hogar formado, no faltó nunca el jardín, en que sobresalían todo tipo de flores, que con su colorido, le acercaran al pasado y le dieran vida, ternura y amor al presente. No supo de odios, intrigas, devaneos amorosos fuera del hogar, tuvo cómo escapulario la fidelidad, el respeto y la hidalguía. La música de cuerda, le despertaba sentimientos de ternura, sentía agrandarse el corazón por su terruño a quien amaba con infinita pasión. La nota de un tiple, compañero inseparable de la guitarra, le llegaba al alma y hacía que recorriera mentalmente: caminos de herradura, trochas, llanuras verdes, montañas escaleras para llegar al cielo, noches de luna y luceros, fogón con olor a leña y el croar de las ranas. Cada amanecer,
El compañero fiel en los años.
se vestía de abolengo; peinaba sus canas con picos de estrellas y llenaba el corazón con sangre de ancestros para darle bondad a cada acto de la vida. Los años le embellecía el rostro, cómo hace el tiempo con un buen vino. Cuando hablaba llenaba el entorno de experiencias que brindaba sin recato, para amigos, conocidos, hijos y una esposa que lo amó, en una entrega total durante 35 años, en que la felicidad, jamás pudo abandonarlos. No murió. Quedó flotando en la conciencia.
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