Lo que queda de la vanidad.
Una buena vida, deja herencia.
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as costumbres, son como las manchas de familia, no se pueden borrar. Al cambiarse de lugar de origen, quedaban atrás el grupo familiar. Muchos de los componentes, por aquello de traer el originario ancestro de la aventura, marchaban en pos de un destino mejor, dejaban el hogar paterno. Se buscaba otros departamentos y los más arrojados, se lanzaban a destinos desconocidos allende de las fronteras patrias. Otras culturas, idiomas, creencias. De muchos, se perdió todo contacto, hasta el sol de hoy. La gran mayoría, en tierras extrañas, sentían la nostalgia por la tierra que los vio nacer, el calor de hogar, la novia dulce e ingenua, que arropaba el corazón y hasta del perro que le meneaba la cola a su llegada; recordaban el verdor de las montañas, la brisa mañanera, los cantos de las aves, los acordes musicales de bambucos y pasillos que sonaban en noches de luna llena, en la ventana de la amada en serenata romántica; eso hacía que el corazón se compungiera de tal forma, que quisiera regresar, pero era más fuerte el deseo del triunfo y seguía luchando por un mañana mejor.
Las soledades y los llamados de los ancestros, se mitigaban con la blancura de una hoja de papel, que se acostaba tiernamente a la espera de recibir las caricias del lápiz que suavemente se deslizaba por su cuerpo, depositando historias, narrando adversidades, desvelos y una lágrima pesada que caía después de rodar por las mejillas. Las misivas se llevaban al correo y empezaba la larga espera de la respuesta. Los destinatarios, recibían la carta con alborozo y se sentaban a escuchar la voz cantante, que entre manos temblorosas y palabra entre cortada por la emoción, iba llevando la tranquilidad, admiración y sufrimiento al grupo familiar. Todo hacía presagiar por la epístola, que el ausente amado podría echar raíces lejos de la querencia.
Alumbrado de casa humilde.
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a madre del emigrante, acariciaba con ternura y sollozos la blancura del papel en que su hijo, le decía que la amaba y que aquel día que regresara, la llenaría de regalos. Con la paciencia y ternura que lo retuvo durante nueve meses en su vientre, colocaba cada una de las cartas adhiriéndolas con una cinta, que guardaba primero en el corazón, después, en el baúl, en que se encontraban sus recuerdos de infancia; fotos amarillentas por el paso del tiempo y el ajuar con el que fue llevada al altar. Allí, se acomodaban las líneas escritas por la mano del retoño, que cada que sentía tristeza, eran sacadas por las manos arrugadas que la hicieran sentir cerca del ser amado, que llegó en los pliegues de la carta.
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