A la espera del médico.
“El arte del
extrañamiento: una manera nueva de mirar lo que ya vimos” (Ricardo Piglia)
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enía cómo su segundo
hogar, la casa de los Correa Cadavid. La infancia transcurrió entre juegos,
idas a cine, viajes a la capital hasta el estadio; juntos se iniciaron en el
fútbol; no faltaban los paseos de olla y hasta la ‘locura’ de formar un
conjunto musical con instrumentos que hacían con ingredientes caseros. Uno de
los padres, les llamaba “Las Mancornas”. Amistad que ha sido más que una
hermandad.
De niños viajaban
diariamente hasta la casa de la abuela materna, para traer desde allí, una de
las comidas típicas de Antioquia extraída del maíz. La mazamorra. Lo bueno de
aquello, era que les permitía sentarse en los cómodos sillones de la amplia
sala, para ver programas de televisión, pues en sus casas, ese aparato, no
existía ya que apenas estaba entrando a blanco y negro en los hogares del
pueblo. La morada de la abuela estaba conformada por una recua de hombres, solo
la menor era una niña. En la penumbra, se encontraban las miradas de los dos
adolescentes. Ella inocente, tiernamente agachaba la cabeza y, él, sentía un
delicado cosquilleo que lo hacía sonreír. Diariamente era lo mismo. Al
despedirse con un suave apretón de manos, notaba que la niña palidecía y una
mueca de nostalgia embargaba su rostro. Seguramente, en el suyo, algo semejante
acontecía. De aquellas idas y venidas ingenuas, fue brotando un cariño especial
entre los dos mancebos que ya no podían ocultar y la primera en notarlo, fue
“Pachita” la abuela del amigo. Comenzó a ir cambiando su actitud y ya el
recibimiento no era con beneplácito con el compañerito del nieto, sino de
desagrado y cuando notaba que su hija miraba al furtivo pretendiente, la
llamaba hacia la parte de adentro, de dónde salía con los ojos llorosos y con
una actitud vaga e indiferente. Echo que lo hizo no volver hasta la inmensa
casa enchambranada.
La
buena señora, no lo volvió a mirar cómo el mejor amigo de su ni
A la Grandeza.
La buena señora, no lo
volvió a mirar cómo el mejor amigo de su nieto, sino como el sinvergüenza que
quería arrebatarle la hija de sus entrañas, comenzando una persecución para
evitar a toda costa que pudieran encontrarse a escondidas, para ello, pagaba a
vecinos, a otros nietos o a las mismas compañeritas de colegio, para que la
tuvieran informada de los pasos de su niña; aquello hacía, que el amor se
acrecentara entre los dos enamorados platónicos, que para disfrutar de un rato
en compañía, creaban las más astutas formas para esquivar el espionaje. De
aquella suegra pasaron otras que al igual, jamás le mostraron simpatía; era una
rara aversión.