Amor por lo alto
Desde la más tierna
infancia quedó filmada en la memoria, las escenas cuotidianas de la vida en el
hogar. Era tan minúsculo para aquellos tiempos, en que la mayoría estaba
compuesto por cinco hijos y más; ellos sólo eran dos, nacidos con dos años de
diferencia, que hacía, que las incompatibilidades fueran bien marcadas, que el
mayor, aprovechaba para querer imprimir su voluntad; el padre notaba la actitud
y reprochaba el talante del primogénito, él, fue enemigo del subyugo entre los
seres, prefería la igualdad, el respeto y el amor.
Toda la ascendencia del
viejo, fueron personas de religiosidad acérrima y de aquella tradición estaba
compuesta el diario vivir en la morada. Cuando despuntaba el sol detrás de las
elevadas cordilleras, se les enseñó dar gracias al Creador. Después de haber
comido juntos en la mesa, se rezaba el Padre Nuestro para dar gracias por no
faltar el alimento; se les decía, que no era una rutina, sino, una explosión de
gratitud que se hacía con el corazón. Eso era lo normal en el diario vivir, más
cómo en todo, no podía faltar el pero. Al estar uno niño, es muy poco lo que
piensa de tejas para arriba. Es el juego y la diversión lo que llena los
espacios y el rezo, es un estimulante para la llegada del sueño y con él, los
bostezos. Cuando llegaba la hora en que el firmamento se vuelve gris (6 de la
tarde), llamaba el padre austero a la familia para el Santo Rosario; se le veía
venir por el corredor de camándula en mano, persignándose y entonando con tanta devoción, que ni el
cura del pueblo, el Señor Mío Jesucristo. Aquel momento se revestía de
solemnidad y respeto. Todos de pies. Entonces se buscaba el refugio al lado de
la hermosa madre, que no era un dechado en fervor religioso y…empezaban los
suspiros acompañados de parpadeos; se serraban los párpados inclementemente y
se abrían al escuchar la voz airada de la batuta de la casa dejando ver su
reproche; aquel instante, fue siempre una espina que hería el corazón de los
párvulos que opinaba, que aquello sólo era para viejos y nada más. Se volvía
cruel el periodo cuando hasta los oídos llegaban los gritos de los niños, que
jugaban en la calle, mientras estaban en las Letanías. Oh, que suplicio.
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En gran número de
ocasiones, el rigor del padre, hacía que el Rosario se terminaba de rodillas en
las frías y duras baldosas. El patriarca seguía incólume hasta llegar al final
de la costumbre ancestral, en que se le pedía la bendición para irnos a la
cama, después de orinar, ponernos la piyama y darles las buenas noches. Veíamos
en el rostro de la madre, la inconformidad con el cónyuge ante la actitud
severa y, se acercaba para darnos un abrazo que consolara nuestras lágrimas. No
quedaron resquemores en el alma, por el contrario, se amó y se sigue amando la
actitud de quien hizo que el porvenir, estuviera atiborrado de ejemplo,
disciplina, honradez y respeto; si no hubiese sido así, estaríamos en la soledad
de vacío.