Compartiendo con las palomas.
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abía pertenecido a la
de barra y sobresalía por sus cuentos, el gusto por la música de la Sonora
Matancera, la imitación a Daniel Santos y por aquella bicicleta llena
perendengues que la hacían diferente a las pocas que existían. Linterna en el
frente del manubrio accionado por la dinamo que iba en la llanta trasera; a un
lado de la lámpara estaba una corneta que era accionada para llamar la atención
de los amigos o de las bellas infantas, que merodeaban por el parque; el
galápago estaba cubierto por un pellón de felpa, en ese mismo lugar un poco más
abajo estaba colocado un pequeño cofre de cuero en que se guardaban
herramientas y un trapo para la limpieza y casi en el mismo lugar, un bombillo
rojo para que no fuera a hacer atropellado, pero habían muchos más reflectores
de distintos colores adheridos a los radios del aro, que la hacían todo un
espectáculo. Claro. No podía estar asunte para completar la parafernalia, un
par de espejos en los extremos del manubrio, prestando el servicio de seguridad
o bien, para recrear la humana vanidad.
En las tardes frescas y
por las calles que circundaban el parque, se escuchaba la bocina, unas luces
multicolores giratorias y algo que se olvidó, el timbre. Frenaba donde estaban
los amigos, descargando el pedal sobre el borde del andén. Se hablaba de todo,
pero al hacerlo de matrimonio, nuestro hombre lo tapaba con el canto de Daniel
con la melodía “El Corneta”, muestra inequívoca de temor por la lectura de la
epístola de San Pablo. Fueron muchas las damas de categoría y bellas que
pusieron los ojos en él, les seguía la corriente por algunos días y nada más;
no esperaba que el devaneo se alargara y en poco tiempo pasaba en la cicla tan
campante. En uno de esos escapes amorosos, dio con un grupo de mujeres
manejadas por una Celestina de pueblo que con socarronería le hizo lavado de
cerebro. Una de sus discípulas de poca reputación se fue ganando el corazón de quien
era un enemigo acérrimo del himeneo. Se le veía a diario pasar a pie a
visitarla, pues el sendero no permitía llegar en su luminoso vehículo. Se
apartó de la tertulia, si acaso un saludo y nada más, seguía sin levantar la
cabeza. Ya no era el mismo.
El pasado en ruinas.
Jamás nadie se atrevió
a hacerle un reproche. Por todas partes se escuchaban los comentarios ¿qué
sucedió con aquel hombre parlanchín, enamorado de la música, de la vida
agradable, vanidoso y enemigo de entregarse a amoríos que conllevaran
responsabilidades? Nadie lo podía creer que alguien tan bien plantado y de
familia distinguida, fuera a caer en manos de una escuálida mujer, con pasado
oscuro y libidinoso.
Llegó el día en que el
asombro amaneció rondando por todas las calles y rodando de casa en casa. El
viejo coadjutor los había casado en la misa de cinco. La “Celestina” encabezó
el pequeño desfile hasta las gradas del altar. Alguien que estaba observando
desde las escalas del púlpito, con voz apagada alcanzó a exclamar echándose la
bendición: “de que las hay las hay…”
“¿A qué se debió la caída de Adán y Eva? Nadie supo responder, pues en el
campo no es pecado hacer el amor.” (Boris Vian)
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