Alegría del hogar
En la antañona
Copacabana eran pocas las casas de dos pisos, éstas estaban situadas en el
marco de la plaza; se veían ostentosas para aquellas calendas en que primaban
los caserones de ventanas inmensas llamadas “arrodilladas”; portones macizos
tallados de dos alas, amplios para que pudiera entrar la amistad; anchurosos
patios empedrados en forma decorativa, en que se había enraizado mil floras de
colores exóticos, encantadoras rosas que defendían su belleza con tunas
hirientes, que danzaban al soplo del viento. Los corredores enladrillados eran
tribunas de juegos alocados en que los niños desfogaban su fuerza vital,
zigzagueando para no arrasar con los materos o el aguamanil, que adornaban el
castillo de los ancestros, porque eso eran aquellas construcciones de bareque,
en que la paz dormitaba, entre ensueños, honestidad y decoro.
Aquellas casas
acogedoras en que jugaban remolinos de viento con el sol abrasador, eran
monumentos de la convivencia pacífica de hogares sostenidos por normas
dirigidas al respeto, sin coartar la libertad de los integrantes, con énfasis
en los valores morales. La armonía, era el pan cuotidiano. Por los solares
entre la arboleda, se escuchaban trinos de aves migratorias, que hacían su
parada para alimentarse de frutos o anidar en la espesura. Cantos variados,
eran serenatas constantes en el verdor de las hojas, en las mañanas cálidas
cuando en el fogón de piedras humeaba la chocolatera con aquel líquido espeso
que se sorbería en unión familiar, para iniciar la jornada de un nuevo día. En
esas mansiones de cobijo espiritual, iban creciendo las damitas con la
pulcritud congénita de la estirpe, esperando entre tejidos y bordados de
colchas, cubre lechos o manteles, aquel galán, que entre sueños había ido creando,
para formar un hogar. En el descanso de madera de las amplias ventanas,
acomodaba su figura retocada de discreto rubor y con el toque de una rosa
coqueta entre las trenzas y aquel olor natural que exhalaba de su cuerpo, que
la brisa extendía más allá.
Amanecer de junio
Cualquier noche
iluminada por una luna esplendorosa y entre luceros saltones, los sonidos
armoniosos de: tiple, guitarra, lira y unas voces bambuqueras; un intrépido
galán llegaba hasta la ventana para obsequiarle una serenata como muestra de
admiración a doncella, que por sus virtudes había entrado en su corazón.
Se derrumbaron los
caserones, dejando olores ha pasado, a nobleza a música hecha poesía y las
serenatas no encuentran acomodo en el vértigo de las alturas.
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