Copacabana en el año 1960 foto Mario Correa
Cuando se estaba
pequeño, se tenía la rara admiración por personas mayores, que derrochaban la
imagen de valientes. Eran varios en el poblado, que cada domingo, pasados de
copas, se hacían sentir por camorreros. Las cantinas hervían de parroquianos de
los más disímiles estratos de la sociedad copacabanita. Se mezclaban en el
interior del bar, los olores de pachulí, alguna loción refinada, con la de
zamarros y cebolla, de campesinos que se habían descolgado de la montaña a
vender sus productos el domingo, día de mercado. En el traga níquel, giraban
los discos de 78 revoluciones por minuto al más alto decibel. En un abrir y
cerrar de ojos, caían en gran estruendo, taburetes y mesas; muchos de esos
enseres, parecieran ser cohetes, pues volaban por encima de los feligreses,
haciendo estragos en los espejos que adornaban el lugar.
De las pretinas salían
a relucir cuchillos y puñaletas. Se desnudaban de las vainas peinillas y
machetes. Confusión, ‘hijueputazos’, pitos de la policía se confundían con el
herido sangrante. En muchos de esos tropeles estaba la figura de Arturo Macías
(cacaquía o mal hombre), que emprendía veloz carrera, para librarse de ser
llevado a la guandoca. Arturo se perdía del pueblo por varios días, se
internaba por su trabajo en sitios inhóspitos abriendo carreteras.
Copacabana visto de otra forma foto EL COLOMBIANO
Él, era un reputado
experto conductor de máquinas niveladoras, por ello, jamás se encontraba
desempleado. Buen amigo del amigo y pésimo enemigo. Nunca lo abandonó el
sombrero que lo llevaba con arrogancia; hablaba con picardía de sus travesuras,
que eran más, que la devoción por el clero. Era guapo de verdad, pero no hacía
alarde. Pasaron muchos años y ya canos mis cabellos, regresé al pueblo de mis
recuerdos. En un tabueretíco de cuero, recostado a la vieja puerta de una
tenducha, dormido y roncando se hallaba cacaquía, meditando tal vez con su
pasado cruento y azaroso, del que salió con vida. Lo miré con respeto y lo dejé
seguir soñando.