Inaguración de la estación del ferrocarril en Copacabana
El pueblo antioqueño de
antes, tenía por tradición ancestral, aquello de trashumar; se dice, que algo
de eso, es por la sangre judía que corre por nuestras venas. Sea cierto o no,
no podía faltar en los hogares, el hijo que emprendía desde muy joven la
migración por lugares inhóspitos, buscando en donde encontrar el lugar que le
ayudara a cambiar el nivel de vida, no sólo para él, sino el de toda la familia.
El antioqueño es amante del dinero y por él va hasta el fin del mundo. Ese
comportamiento, hizo que casi medio país, fuera colonizado a golpe de hacha por
unas manos callosas y una mente aventurera. Muy pocos fallaron en el intento y
se convirtieron en fundadores de pueblos, dejando regado por el territorio
patrio la estirpe, con sus costumbres solariegas.
Un buen día, picó el
bicho de trotamundos. Despedida y abrazos con lágrimas de los padres. Iría sí,
a conocer las hermosas tierras del Valle del Cauca. El tío que había emigrado
desde los 9 años, sin ver nunca más a la familia, le brindó albergue. Él, vivía
del rebusque vendiendo cacharros de toda índole: correas, sedas, zapatos de
dama, botones y paños ordinarios, que hacía pasar por corte inglés, con cierto
truco; al día siguiente estaban tío y sobrino recorriendo las calles para
ganarse el sustento. Disfrutaba de lo que hacía y jamás soñó, ser vendedor de
puerta a puerta.
Tarde y aún ni un café
La juventud era una
carta de presentación, que aprovechaba para granjearse la admiración de quien
le abriera la puerta y la satisfacción del pariente, que se veía en él en sus
años mozos, cuando con la labia llenó los bolsillos de dinero y que derrochó en
las banalidades efímeras de la vida. Cada mañana salía al rebusque con los
cachivaches, después de algún tiempo, se le agrandaba la nostalgia por el hogar;
se dio cuenta, que no había nacido para aventurero y que el mayor tesoro que
salió a buscar, se encontraba en su cobijo al lado de los padres y su perro,
refugio grato de penas y alegrías.
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