Antiguo tranvía de Medellín
Eran esas épocas
doradas cuando la vida se tomaba como un juego. Indiscutible que el torrente
sanguíneo emanado de los ancestros campesinos, no tuviera que ver con el amor
desbordante por los animales. Cualquier especie que pasara ante los ojos,
agitaba el corazón, queriendo adoptarlo para que hiciera parte de la vida.
Andaba con la maleta al hombro llena de libros, despreocupado, el cabello
erizado, lleno de ilusiones y el cerebro embotado de fantasías. Siendo aún muy
pequeño, golpeaba la tranquilidad del padre, rogándole para que le regalara un
perro que fuera su compañero en las travesuras y corretear como locos por los
espacios baldíos dejados por la pasividad del tiempo.
El primero llegó en el
bolsillo del saco del padre, en verdad que era hermoso. Duró poco. Se volvió
agresivo, sólo la madre podía darle la comida; optaron por dárselo al señor que
nos traía los bultos del carbón, quien a la próxima entrega contó que el
animalito era sordo y así uno tras otro fueron llegando de distintos pelajes,
tamaños y razas a ser compañeros en el devenir mostrando, que la fidelidad es
fuente inagotable en cada uno de sus actos, sufren y son felices a nuestro lado,
nada más les importa. Mirto, un perro con algo de pastor, estaba posesionado del
ambiente familiar, se veía a las claras el orgullo de su pelaje; pepe el gato,
roncaba mirándolo de soslayo.
El actual tranvía de Medellín
Llegó el día en que uno
de mis amiguitos de escuela, campesino él, regaló un par de conejos y de
curíes, estos, un día ya no estaban, hicieron un túnel que los llevó a la
libertad mientras los cobayos se reproducían alegremente. De una quebrada
cercana un pequeño pez fue extraído y haciendo en el patio trasero un hoyo
cubierto con agua, se convirtió en la morada del nuevo amigo ante la mirada
incrédula del padre, extrañeza del perro y la codicia del gato.
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