Naturaleza casera
Eran de ensueño la
temporada de diciembre. Los astros pareciesen se alineaban al compás de la
alegría, bellos, refrescantes los amaneceres; románticos y ensoñadores el caer
de la tarde. El espectáculo, se convertía en marco diáfano que encerraba a
plenitud el sosiego de los espíritus. La costumbre ancestral de noche buena,
reunía toda la familia alrededor de la paila de cobre para revolver con el
mecedor, hasta darle el punto, al manjar llamado natilla, que acompañada de los
buñuelos, se convierte en el plato tradicional de los hogares. No se quedaba
ahí, empezaba una peregrinación de casa en casa; los hijos menores se
convertían en mensajeros de amistad, llevando a los vecinos el dulce sabor de
la cordialidad.
Por aquella época hacía
su aparición la tía solterona a pasar las vacaciones, entre refunfuños de su
carácter altivo, se tomaba por su cuenta la cocina. Con sus manos blancas,
hacía que fueran brotando manjares azucarados de diferentes frutas y hasta de
las cáscaras, como aquellas del limón, se convertían en apetitoso plato que el
paladar degustaba acompañado de sorbos de leche, haciendo olvidar el perfil
arrogante de la familiar, que a las claras denotaba el orgullo por la baquía en
aquellos menesteres. No hay feo sin gracia y bonito sin tacha, reza el refrán.
Naturaleza hogareña
La mesa del comedor, se
convertía en una exhibición de exquisiteces de almibares de ancestrales
costumbres, en que platos de natilla sobresalían por su contextura, blancura
unos, otros más oscuros; los que venían con un toque de canela y los que
llevaban coco molido cada uno acompañado por buñuelos de diferentes
circunferencias, llegados de las casas vecinas, en una demostración de amistad
y espíritu navideño, con aquella expresión del niño: “Doña Nina, que ay le
manda mi mamá esa bobadita.” De aquella bella costumbre hoy, no queda nada.
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