En épocas pasadas, el
amor por los abuelos estaba ligado con algo celestial; se veía en esos seres
curtidos por el tiempo, de manos temblorosas y rostros cuarteados, el baúl de
los ancestros, donde las historias apolilladas, brotaban por encanto a unos
rostros de barbas bíblicas o a unas moñas blancas sostenidas por la peineta de
carey. Se tocaban con la suavidad con que se acaricia la más tierna de las
flores, se colocaban en el pedestal de la admiración cobijándolos con gobelinos
de Persia, adquiridos con la imaginación febril de quien ama. Aquellos seres ya
habían entregado sus vidas en labrar futuros, sin ahorrar ni siquiera el
resplandor de una lágrima. Eran ya, la mejor obra de arte en el museo hogareño.
Descansando los años
Llegar embotado de
alegría, al caserón en que permanecían los recuerdos engalanando la alcoba de
los patriarcas, con colchas de retazos, cojines de seda, el majestuoso Cristo
en el centro de la pared, al otro lado la virgen del Carmen y al frente la
Santísima Trinidad, enmarcados en fina madera tallada con hermosos arabescos;
cerca del tálamo, el nochero, cómplice de cartas amarillentas, amarradas con
suave cinta roja, recuerdo vivo del lejano coqueteo. No faltan los tabacos
junto al yesquero heredado de no se sabe cuántas generaciones y, colocadas en
orden de milagros, las ambarinas novenas.
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