Los recuerdos, quedaron
impregnados al olor que despiden los canes. Seguramente con el biberón que la
hermosa madre, entregaba para alimentar, aparecieron los coqueteos a los
perritos que se paseaban por enfrente de la casa. Han sido una pasión casi que
enfermiza por esto seres que solo saben dar amor. El primero, poco recuerdo,
pues su sordera, hizo que fuera a parar a otras manos; no escuchaba y eso hacía
que fuera agresivo, fuera de las pelas, del suceso sacó lágrimas amargas. Se
cambió de casa y de pueblo. Copacabana era incipiente, el parque era una
extensa manga, pastaban gallinas, uno que otro bovino. El hermano casado trajo
una perra loba, que duró poco porque se dedicó a seguir a las aves de corto
vuelo, era necesario evitar problemas.
En la juventud
Cambio de morada; no
más pago de arriendo, era la casa del papá. El vecino no aguantó el acoso y
regaló un cachorrito negro de lunar blanco en la frente, parche albino en las
patas delanteras. Era sin raza destacada, tan criollo que le encantaban los frisoles;
amoroso, fiel guardián a pesar de su baja estatura, guapo y presto siempre a
seguir al alocado amo por cuantas travesuras se agrupaban en el cerebro. Juntos
atravesaban el caudaloso río, trepaban por los peñascos que engalanaban la
quebrada y jadeantes descargaban sus cuerpos sobre la yerba para mirar el
firmamento.
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