Una plaza inmensa
adornada con arbustos, tres monumentos infaltables en los pueblos de Antioquia:
fontana, busto de Bolívar y el de la madre; más el cielo se veía tocado por la
palmera majestuosa y danzante al soplo del aire encasillado entre las
cordilleras, que pasaba raudo dejando en el ser una refrescante caricia. Sólo
los domingos y días festivos se veía atosigada de personas que concurrían al
mercado después de salir de misa, bestias aferradas a la ventanas y campesinos
abrigados por la ruana, sombrero, carriel y peinilla.
Descansando con armonía
En la semana todo el
marco y las calles, eran el disfrute para meditación, las aves se posaban sin
temor; se escuchaba claramente el latir del corazón, el murmullo del circular
de la sangre por el intrincado viaducto de las venas y hasta el beso cariñoso
de la madre, al despedir el hijo que iba para la escuela, se escuchaba desde la
elevada torre del campanario de la iglesia. Nada perturbaba la quietud de aquel
poblado que llegó a ser conquistador de nuevos territorios, cuna de una
sociedad tranquila pasteadora de ganado, amante de buenas cabalgaduras,
arquitectos de labrantíos en las empinadas montañas, cuna de hombres sinceros,
hogareños, amantes de prolongada prole alimentados con mazamorra, frisoles y
arepa, entregados uno a uno a la majestad de Dios.
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