Atardecer
Para aquella edad en
que se disfrutaba con las cosas más sencillas, cuando el aire, las copas de los
árboles, dejarse llevar por la corriente; arrastrarse loma abajo, comer
mortiños y hacer con la imaginación los vehículos de madera, para apostar
carreras o simplemente disfrutar de las delicias de una sobredosis de velocidad,
eran comunes en aquel pueblo grato al corazón. Las ruedas, las mandaba hacer el
padre al anciano carpintero encargado del oficio en IMUSA; cuando éstas llegaban,
el resto del armazón, las estaba esperando. Con amor se le daba vida y varios
compañeros emprendían la subida por la carretera que por largo tiempo se llamó
“la vieja”, se subía la pendiente hasta llegar a las hermosas casas de Zacarías
y Segundo Montoya, en la planicie se descansaba y con el amigo de toda una
vida, se tomaban fuerzas para emprender la bajada.
Mientras uno manejaba
la cuerda que hacía de timón, el otro, con toda la fuerza, empezaba a empujar y
cuando ya la velocidad estaba al máximo, se trepaba en la parte de atrás y
juntos se dedicaban a descender raudos esquivando los pocos vehículos que por
allí transitaban pasando vertiginosos por la casa de los padres; algunos
curiosos les echaban bendiciones cuando pasaban como almas que lleva el diablo.
Ellos, estaban poseídos por el vértigo y la amistad que los unió.