CASA ANTIGUA
Para los que quieren cantar, siempre habrá una melodía a su disposición
en el aire.” (Leonardo Boff)
Hace tanto tiempo que esto sucedía,
que el recuerdo que guarda la memoria es borroso y hasta miedo da, que se pueda
decir embustes.
Los papás de nuestros padres, a quienes
se conocen como abuelos, desde la metida de pata de Adán, eran unas figuras
idealizadas por la recua de hijos que los fines de semana, días festivos,
cumpleaños y con mayor presencia los diciembres, hacían aparición por todos los
vericuetos de la casa paternal con la algarabía propia de los niños. El
silencio del hogar de los dos viejos, se rompía en mil pedazos, como aquellas
ollas de piñata. Se escuchaban regaños, gritos, carcajadas y hasta el fuete
salía a relucir, para recobrar la calma. Esa propiedad en que las parteras,
habían recibido entre frazadas y agua caliente a los primeros pobladores
traídos por la cigüeña, era el pedestal de una estirpe de personas laboriosas y
honestas.
Los ancianos abuelos eran el centro
del amor de nietos, hijos y nueras. Los colmaban de besos, caricias
respetuosas. Todos se reunían alrededor del patriarca a la espera de escuchar
de su boca, la sarta de experiencias acumuladas en el transcurrir de las hojas
del almanaque. No se escuchaba, ni el zumbido de una mosca. Contaba el viejo
barón, de sus peripecias: de serenatas al pie de una ventana engalanada de
flores, en que la más hermosa era la amada de turno; reía cuando mencionaba las
locuras de juventud y lloraba al hablar la desaparición de sus padres; le ponía
énfasis al valor del estudio, pues sabía que sin él, la vida se llenaba de
obstáculos y les narraba con pasión, el instante en que había conocido a la
esposa, la ternura y respeto durante el noviazgo y de aquel primer beso a
escondidas. Todos a una, los abrazaban a sabiendas que allí, estaba el
principio de una generación a quienes ellos debían amar y respetar. En ese
tiempo, aún no se habían convertido en las mulas de carga, ni eran las tapas
huecos de la irresponsabilidad.
Alberto
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