VIRGEN DE LA ASUNCIÓN COPACABANA
Antioquia era para
aquel tiempo de extrema religiosidad y Copacabana no era la peor hija de
vecina. Los habitantes del campo y los pueblerinos giraban entorno del repique
de las campanas; a su llamado, descendía desde sus arados los más bellos
ejemplares de una raza trabajadora y honestas ¿Y qué decir de los habitantes de
la parte urbana? Las señoronas del alta “casta” social, atendían el llamado
emprendiendo la pequeña subida del parque con su reclinatorio a hombros de una
empleada o algún piernipeludo que, por unos centavos, lo llevaba hasta el
puesto establecido en la nave central de la iglesia. La matrona, pulcramente
vestida de negro, pañolón satinado que cubría la mayor parte de cuerpo, la
manga hasta la comisura de las manos, el ruedo de la falda hasta la altura de
los tobillos dejando ver zapatos bien lustrados y de medio tacón, no podía
faltar para mostrar su prosapia, aquella bella moña en que recogía el cabello.
Los hombres no desentonaban ante el despliegue de las campanas. Estrenaban de
pie a cabeza un elegante vestido Everfit o Valher de paños Vicuña.
Aquellas festividades religiosas, estaban y
han estado siempre decorando el almanaque que, en todos los hogares, estaba en
un punto visible; era de gran ayuda para tener el tiempo de prepararse y no los
hallara con los calzones en la mano. El pueblo y la parroquia tiraban la puerta
por la ventana el día de la Virgen de la Asunción, el 7 de diciembre el día de
la Virgen y otros tantos, entre ellos el Corpus Cristi (Cuerpo de Cristo). Vea
mijo, eso era mucha machería. Se estaba pequeño cuando lo que sucedía en
aquella calenda y se vivía al frente de la iglesia en una casa de una de las
familias ricas, los Isaza. Con el correr de la mañana las calles, el kiosco,
cantinas, el circunvalar del parque se iban haciendo intransitable. El padre
Sanín llevaba la hostia dentro de la despampanante custodia de oro y chispas de
esmeraldas hasta llegar a la esquina de Carlos Mesa, lugar en que la familia
Diaz había construido con hermosas flores, cristalerías y diseños de palomas,
una morada para la Eucaristía, mientras eso sucedía se escuchaban rezos y
cánticos de la feligresía. Era la primera parada. Otra, en la bella plazoleta
de San Francisco, una más, junto a la escuela de niñas, la penúltima al llegar
a los que se conocía cómo el club, que no era otra cosa que la cantina de Rubén
Gaviria. El corazón del niño se agitaba, se escuchaba tan cerca la música de la
banda Santa Cecilia dirigida por Juan Fonnegra, los tambores de la banda de
“guerra” del Instituto San Luis, las camándulas traídas hasta de Roma, se
sentían con el pasar de los dedos lustrosos y los cantos de las hijas de María;
se percibía el olor a incienso esparcido por los monaguillos. Había llegado la
procesión al altar hecho por la distinguida ralea de los Isaza, que no
escatimaban absolutamente nada para aplastar a los demás, haciendo del
tabernáculo construido el mejor de todos. Aquel niño, que no entendía todo
aquello, sentía alegría como la gente que pasaba estaba admirada de la belleza
en que él puso su granito de arena. No sé ¿Todavía es igual?Alberto.
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