LOS REVUELTEROS DE COPACABANA
Era habitual la escena dominical, que
padre e hijo, tomaran la vía que conducía a la plaza, que era la forma en que
se llamaba el parque de la placentera Copacabana, para comprar los víveres y
asistencia a misa del venerado progenitor. Llegando al hogar de doña Concha
Acosta y la propiedad de una familia Isaza, los ojos apreciaban el color
blanquecino que brotaba de los toldos que iluminaban la estampa pueblerina. Al
frente de uno de ellos, estaba la estampa genuina del paisa con ese aire
bíblico: Don Ramón Cadavid (Ramón Coco); en mano el afilado cuchillo y colgando
la pesa de la honorabilidad en que salían tasajos de carne. En la parte de
arriba junto al atrio, los vendedores de granos y en la de abajo estaba
diseminado las verduras que se echaban al costal sin escrúpulos. El viejo
encendía el cigarrillo mirando de soslayo al ‘limpia piedra’, unos centavos
para ir a matiné, él, camino a la misa de 9 y…ojos que te vuelvan a ver.
Sudor, jadeo, ‘aguapanela’ fría,
desempaque. Una inmensa olla asegurada para no caer del fuelle, que lleno de
carbón empezaba la cocción de una inmensa pezuña de marrano, tan gruesa cómo
patas de mesa de billar. Había sido entregado al matarife después de hacer el
recorrido de alguna de las veredas, con caminar cansino diciendo adiós al
chiquero, sin pensar qué no volvería más. El aroma se lanzaba en busca de la
nariz de vecinos, para recrear el olfato de quienes intrigados no entendían de
qué parte celestial llegaba. Estaban reunidos los comensales: parte principal
para el patriarca, al frente la esposa y a los lados los dos retoños. Sonaban
las caucharas, las miradas se posaban en el hueso recubierto de carne con algo
de vellosidad que la candela no quemó; las manos atrapan aquel bocado, de la
boca sale un pequeño hilo de grasa que se limpia con la arepa y ese deleite se
mastica una y otra vez con el fin de saborear hasta que las glándulas de
gustativas manden la orden de dejar pasar al estómago.
Alberto.
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