COPACABANA DESDE EL AIRE
Es compañero del viaje
de la vida, ese filme elaborado con cordura, refinamiento y finura, por el
democrático recuerdo. Ese bloc de páginas llenado con líneas arabescas por el insustituible
yo, el ególatra, fatuo; ese Dorian Grey alejado de la “belleza” promiscua del
engaño. Se decía, de ese maridaje anodino de lo personal con la evocación.
Ellos, fueron recogiendo del pedregoso camino remarcado por las pisadas de las
recuas de mulas, lo que los pasos iban abandonando a la vera o que quedaron
chilingueando en las ramas de los árboles. A la llegada, la primera visión de
los espantados ojos del niño, era la inmensidad de la plaza con la verdura del
césped acaricida por el efluvio de las bestias pasteadoras, el cacareo de las
aves de corto vuelo, una mojarra cocotera, palomas fieles cucuruteando mientras
los cucaracheros entonaban bellos trinos esperando no ser atacados por el
pérfido sirirí o bandadas de pechi-rojos que llegaban desde los campos en que
en árboles frutales anidaban. Aquellos oídos tiernos se enternecían con el
vibrar de las sonoras campanas llamando al ángelus en aquella hora en que el
gris se apodera del entorno, del ensueño y del alma.
Las pisadas se largaban
conducidas con temor, por aquellas piernas veloces, era la conquista del precoz
mancebo. Casas llenas de historia del Sitio de la Tasajera, de la Copacabana
antañona de pocos habitantes en que la runa, el carriel, nos topamos, ajualá mi
don, estaban llenos de cariño, de sabor montañero, de honestidad, calma y paz
tan blanca y pura, como aquellos toldos en que la carne destilaba cariño,
endulzado por las velitas tirudas, “recortes” y colaciones. Las afueras del
caserío eran lugares arborizados escondidijo de ponedoras silvestres o juegos
infantiles en las caminadas hogareñas. Desde la cúspide de la montaña se
desprendía la vida en torrentes endulzándose de trapiche en guarapo, sirviendo
de ocupación a poderosos brazos castigadores de ropa sucia contra las rocas,
mientras los cantos los llevaba la corriente blanquecina entre la espuma hasta
refugiarse en el remolino de la resignación. De esa unión, que recogió los
primeros instantes en la Tricentenaria se echaron al morral de las
reminiscencias, lo que ha ido brotando entre suspiros y lágrimas escapados del
escaparate en que un día se encuevó el corazón.
Alberto.