COPACABANA EN LA MEMORIA
Sería un pecado de lesa
humanidad, desalojar del pensamiento aquella Escuela Urbana de Varones de la
señorial Copacabana, del Sitio de la Tasajera o de la Fundadora de Pueblos.
Echando una lastimera mirada por el espejo retrovisor del recuerdo, se atalayan
exuberantes moles de paredones de barro pisado por los pies descalzos de
antiguos moradores, quizás de descendientes de indios peruleros, con seguridad
sí, de mestizos que deambulaban sin oficio por las polvorientas calles. Antes
de llegar al primer salón al que siempre llegaban los niños de primer año, que
caían en manos de una maestra, estaba en la parte de abajo limitando con la
calle y la factoría que en principio perteneció a Sedeco (Sedas de Copacabana),
la piscina ¡Oh qué frescura! ¡Cuántas peleas! Siguiendo por el enorme zaguán de
entrada estaba el recinto de segundo año de primaria, queda de él en la memoria
a un viejito rechoncho, boca de zapo, ojos pequeños rojizos cómo de fiera al
asecho, que de vez en cuando levantaba la tapa del pupitre para absorber de una
botella el extracto del anís. Era don Alfonso López el que todos los días
llegaba hasta la estación del tren para viajar a su natal Barbosa. Dejó tan
poco…No. Nada. Lindaba éste con otro segundo. Ahí, con cabello liso como lamido
de vaca, pretina arriba de las caderas, vestido de “cachaco” azul oscuro, don
Hernando Hoyos, preparando la caña de pescar detrás del tablero labor
encomendada a dos de sus alumnos para las vacaciones de fin de año. Enseñaba
con ahínco y amor. Quedó en la añoranza aquello: “Salga al tablero vusté
Mejía.”
Adyacente
estaba el tercero que siempre fue la dehesa del director don Jesús Molina y la
rectoría de aquel instituto en que despertaron el deseo de saber más de lo que
nos tenía la vida escondido detrás de los libros, los cuadernos, el compás, los
secantes, borradores, la maleta de cuero los urbanos o jíqueras los del campo y
aquellas malditas reglas hechas de comino, con las que llenos de ira,
descargaban en nuestros glúteos, las que muchas veces hacíamos quebrar
untándonos cebolleta, motivo de doble enojo. Queda de él, su cabellera áspera y
cana, qué cuando estaba de buen humor, tiraba el trompo haciéndolo bailar en
una uña. Formando escuadra se encontraba la cuna de la honorabilidad, el buen
hablar, la distinción. En ese aposento del saber se destacaba don Jesús Tapias.
Conspicuo señor dedicado con apego a formar personas para la sociedad. No
conoció componendas para favorecer al hijo del potentado o la vieja engreída;
mantenía a flote el rasero de la ecuanimidad, imparcialidad y la justicia.
Dando vueltas en mi cerebro igual que el abejorro ante la colmena están
aquellas benditas frases cuando se acercaba el fin del año y notando que no
íbamos muy bien académicamente: “Esta molienda es con yeguas amarillas. El día
de la quema se verá el humo. Sepulcros blanqueados y ya para que llorar sobre
la leche derramada.” Oh salve a quienes dieron los primeros hachazos para
destajar la ignorancia. Sí serrara el comentario sin hacer alusión a los dos
patios de recreo, no me lo perdonaría algún viejo condiscípulo, que jarto de
cantaleta se adentrara por estos andurriales del recuerdo. El primero estaba al
frente de los salones, por ahí por entre matas correteaban los más pequeños
jugando la “chucha” con gritería ensordecedora; cansados enrojecidos por los
rayos del sol y con sed, tomaba agua de la sonora pila, bajo la mirada del
maestro encargado de la disciplina y el otro, estaba en la parte de atrás. Los
grandes se deleitaban con el “botellón”, el “tren” o jugaba partidos de fútbol
sobre un piso irregular. Sonaba la vibrante campana y en menos que se persigna
un cura ñato, los grupos se situaban en formación estricta y en completo
silencio se llegaba a las aulas. El sol y el aire, entraban por las inmensas
ventanas para escuchar qué dos más dos, son cuatro, Colombia está en Suramérica
y que el catecismo es con puntos y comas.
Alberto.