MONUMENTOS DE COPACABANA FOTO TAVO GARCÍA
A pesar de haber
llegado el invierno, la mañana amaneció limpia y con incipiente sol. Se dirigió
al pueblo amado. La carretera llena de vehículos, por consiguiente, trancones,
le hizo presagiar que allá en Copacabana, todo era distinto. Efectivamente.
Enfrente a la cantina de Pizca y debajo del palo de mango, no estaban los
carros de escalera con aquella estupenda policromía y sus trazos geométricos,
como tampoco los paisajes bucólicos unos y otros, imágenes de santos; no se
escuchaban por el contorno las sirenas del Fargo de la Empresa Montecristo o el
siete bancas de Trasporte la Esmeralda. Halló un vacío sepulcral en el lugar
que ocupaba la capilla de San Francisco y no pudo observar las Estaciones del
Viacrucis estilo colonial, ni el altar tallado. Un dolor inmenso y múltiples
preguntas. Algo semejante observó en el templo principal, se unieron las
lágrimas y las interrogaciones…De aquella quebrada de grandes arroyos, en que
sobresalían Charco Azul, Charco Negro, Charco Palo y otros tantos en que la
chiquillería desfogaba su fuerza vital, se los había tragado el crecimiento
poblacional, que a la vez despojo los guayabales comida nutriente de las aves,
de algún orate que calmaba el hambre y de los escueleros que llenaban sus
bolsillos del alimento silvestre para llevar a la escuela de don Jesús. Ésta,
ya no estaba en el lugar; derruyeron los enormes salones de tapia con aquellas
enormes ventanas que le daban permiso al viento para pavonearse dentro del
aula, agitando los cuadernos Bolivariano o borrando con el ímpetu las letras
escritas con tiza en el inmenso tablero.
No encontró la cantina
de Tito y el vaso de avena blanca y nutriente de la esquina de Zacarías no
existía. La mirada se posó en la acera del frente en la que mitad de la
población encontró futuro, empezó a escuchar voces de fantasmas que salían de
la soledad, parecían murmullos de dolor, extrañeza y rabia, le pareció ver en
ese instante la figura bonachona de don Abrahán Espinal el viejo administrador.
Se dio cuenta que ya la sirena de la factoría no sonaría más para partir el
día. Al agudizar el oído no percibía el ruido de las carretas tiradas por
caballos, cuando en caravana llegaban desde la capital para surtir las tiendas,
ni tampoco escuchó: ¡Arre mula! Sabía que no estaba sordo, sino que el tiempo todo
lo borró. La época estaba golpeada por la emancipación del futuro, pocos rasgos
quedaban del pasado, hasta el clima había perdido el encanto saludable; las
mangas con su verdor se estiraron buscando altura en edificios palomeras
multiplicando la temperatura. Los vecinos de entonces reposaban en el Campo
Santo; el carriel, la ruana y el machete se despidieron llorando al no
encontrar un amante. Noté, que mis amigos no salían a recibirme… ¿Será qué ya
no están? Creo de verdad que todo aquello visto y no, son una inmensa crueldad
de la vida.
Alberto.
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