TEMPLO DE COPACABANA FOTO HÉCTOR BOTERO
¡Qué realidad
abrumadora! El campo santo está enseñoreado desde la altura, de los vivos de
Copacabana. Son observado por entre los pinos por la parca, una de las tres
viejas deidades hermanas: Cloto, Láquesis y Átropos: las primeras en funciones
de existencia, mientras que la última corta el hilo de la duración de Homo
Sapiens. Desde aquel alcor, prominencia natural que se encumbra desde el
torrente de la quebrada, las miradas escrutadoras del niño, se extasiaban
incrédulas en la agreste montaña que delimita la propiedad del conglomerado
sítiense con la vecindad del Señor Caído. Clavaba la mirada en los salones en
que casi media población laboraba, muchos de ellos, exhalaban efluvios de
boñiga, terneros mamones, vacas cachimochas, llevando en las uñas adheridos
ínfimas porciones de tierra del arado. El aire caprichoso perturbador de la
quietud de la palmera, se remontaba hasta el campanario, tomando el acariciador
tañer y con juego de ondas esparcirlo por el espacio. El río oscuro se
recostaba a las riberas para ir besando apasionado las vegas de cañaduzales,
sauces parapeto de cigüeñas, cuevas de liebres y follajes rastreros que iban a
parar a los comederos de los animales, antes de tomarse la melaza.
Desde ese altozano
binóculo de la intrepidez del mozuelo, rapaz incrédulo, que con un ojo miraba
la expansión de la comarca deleitándose con la herrumbre de los históricos
tejados. El orín de los goznes de los portones hidalgos, que celosamente
guardan la paz de las familias distinguidas y arropan con amor a los
desalojados de la diosa fortuna. El viento trae hasta los oídos desde las
aulas, las voces de maestros inculcando honradez y con el otro ojo, el párvulo
indiscreto atemorizado, con los pelos de punta, mira la soledad congelada de
las bóvedas y tumbas engalanadas de flores de papel: el ciprés testigo de
llantos postizos y de dolores desconsolables de lealtad y amor. Gallinazos
danzantes en lo alto de la parcela en que la igualdad es el rasero de la
humildad y la opulencia. No alcanza a discernir la magnitud entre la vida y la
muerte, sin embargo, siente alegría al retratar el paisaje con el iris de ojo y
temor apocalíptico con la frialdad, soledad y desamparo del campo santo,
dualidad existente desde el principio…
Alberto.
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