CIELO NUBLADO
Cuando los ojos
empezaron a copiar casi que maravillados, aquel lugar apacible, sosegado y
tranquilo, no tenían ni idea que se estaba dejando seducir por el brebaje
embrujado de bucólico encanto, en un panal colgado de la agreste montaña paisa,
que había sido encontrado por hombres de barba y ojos azules. Esa Copacabana de
tiempos venerables dejaba verse por la mirada angelical del infante, desnuda,
para extasiar con sus encantos al mancebo que deseaba hacerla suya ¡Lo
consiguió! Retozaban juntos por entre la corriente de la quebrada succionando
el sumo de los trapiches, mientras se deleitaban con el aroma de guayabales. Se
escondían a ver el movimiento sensual de las amplias caderas de las morenas
lavanderas y arrullarse con el canto lastimero, aflorado de las gargantas
secas. Desde lo alto de la torre veían descender por los rústicos caminos de
herradura, campesinos de sombrero, ruana, carriel, machete y botas ancha, casi
en cortejo para asistir al llamado de las campanas, ofreciendo en el templo la
cosecha que pondrán a la venta en el mercado de toldos albos. Abrazados pasaban
revista a las cantinas en que la euforia maléfica incrustada por el licor,
bailaba sobre la mesa rebosante de botellas. A cada encuentro con las
tradiciones de la florida y, frugal amante del incauto niño, le daban la justa
medida para estamparle el beso de amor eterno al verde recodo de la raza paisa.
Juntos entre caricias escondidas, veían pasar a los desalojados de la diosa
fortuna y los desamparados del intelecto: José Gondo, se impulsaba con bordón
de guayabo, Susanita, precariamente movía sus cansados pies; Babey lanzaba
pedruscos a niños maléficos, mientras desaparecía llorando. Vástago caía del
caballo que la chusma de fogoneros había trepado en sus lomos, para morir en
soledad.
El padre Sanín los
domingos vestía sombrero aguadeño, poncho y un carriel tan grande como mentira
de Cosiaca al que caían algunos pesos, que les cubrirían en parte las
necesidades a los fogones desamparados; después el levita, atalayaba a su
rebaño desde el segundo piso de la casa cural. Entre caricias y besos,
continuaban la hermosa Copacabana y el mozuelo. La fontana lanzaba manantiales
limpios de esperanza, que la brisa cargaba en su regazo, para refrescar la
caminante pareja de enamorados o a los contertulios de la banca. veían en el
atrio a la salida de misa, esa, la pomposa de las nueve, al grupo de comadres
de manto negro, mantilla satinada y cachirula florida, mordiendo y volviendo
pedazos a media humanidad. A medio pueblo le ardían las orejas. Desde el teatro
Gloria se escuchaban salir del parlante, los tangos de Pepe Aguirre, Hugo del
Carril o su majestad Carlos Gardel motivadores para asistir a la película de
turno, o sea, la que llevaba 2 semanas en cartelera. Tomados de la mano seguían
juntos, no podían ocultar su amor. Se recostaron en el campo de la cancha de
fútbol en que la gente desahogaba la serenidad acumulada y aprovechando la
soledad, procrearon dejándose observar por los juguetones sauces y el rumor del
río, sueños, historias, alegrías, versos y aquel hijo amado por los dos ¡El
recuerdo!
Alberto.
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