CALLE DEL COMERCIO COPACABANA.
Y…CANTABA EL GALLO.
Cuando aún el tren
llegaba a Copacabana, deteniéndose en la bella, acogedora, placentera e
histórica estación del viejo ferrocarril; lugar al que llegaban desde el puerto
sobre el río Magdalena visitantes, los obreros de las factorías de bello o,
estudiantes desde la Bella Villa, la Pedrera permanecía llena de contertulios.
Parroquianos que salían de ver partidos de fútbol de la vieja cancha en que
pastaban los caballos del viejo domador de equinos Encarnación Mora, choferes,
fogoneros y mecánicos pues allí estaba la bomba de gasolina del lugar; eso
hacía que la cantina fuera el terreno apto para “fresquiar”, “tintiar”, hacer
negocios y dejarse llevar de las notas de un tango tristón y compadrito azuzado
por el néctar de los dioses…el aguardientico. El piso se iba llenando de colillas
de cigarrillos Pielroja. Era pues, ese punto del Sitio de la Tasajera,
concurrido por diversos actores de la cotidianidad. Los amansadores de
potrancas hacían rastrillar los cascos de muletos, potrancas y jumentos y, sin
apearse, se llevaban a la boca el cristalino anisado que el mesero atemorizado
les entregaba, pues los jinetes no eran alguno de los ángeles del cielo; el
entorno se oscurecía más, cuando a las mesas les llegaban los “benditos”
fogonero o ayudantes de los carros de escalera. No era raro ver llegar la
policía. Para agravar las circunstancias un día le agregaron la gallera.
Seguramente a los
tahúres, ventajistas y apostadores profesionales, les encantó el lugar por el
movimiento diario y quizás porque el pueblo también guardaba en su subconsciente,
aquello de los ancestros paisas heredado de los judíos, del juego y las
apuestas; era pues, un sitio extraordinario para montar la gallera.
posiblemente el miércoles coincidía el día que el ambiente se llenaba de cantos
de gallos venidos de norte, nordeste, suroeste y los de la Bella Villa, acomodados
en bolsas especiales para que no exista maltrato y un agujero para que el
emplumado pueda ver el paisaje y a su futuro contrincante. Los dueños repasaban
el estado de las espuelas que les serán calzadas en los corvos espolones,
comprobando que el criminal artefacto cumpla el cometido de cercenar la arteria
que lleva la vida al emplumado colorado y poder ver correr la sangre que empapa
el redondel en que los dueños agazapados entre hijueputazos de alegría unos y,
rechazos otros, intercambian pesos machados de codicia y engaños que produce
ésta. Las noches de calma y luna en Copacabana se llenaban de gritería
estrafalaria y grotesca. “Esas imágenes infantiles son la esencia, el eje de la
psicología de un pueblo”, decía en un escrito Fernando González.
Alberto.
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