FRONTIS SIN TORRE DEL TEMPLO DE COPACABANA
De aquella Copacabana
que acogió las escaramuzas de las confusiones infantiles, de esa aldea
romántica de la mocedad, de aquel verde paisaje con olor a naranja, guayaba o
mangos; de esa floritura multicolor de rosas, claveles, gloxíneas y bifloras
moteadas de diferentes matices; quedaron engarzadas tantas imágenes que la
memoria les dio hospedajes, sin esperar emolumento alguno de retribución. Se
fueron acomodando las visiones más sencillas, tragedias imborrables, que aun
desangran el alma; personajes de lucha diaria por darle lustre al poblado,
protagonistas de la cotidianidad que de locos no tenían nada y sí mucho de
avispados y en verdad qué el Sitio, era un lugar apetecido por quienes viven
del cuento. Un gran ejemplar nacido en la tricentenaria lo fue Horacio (Tirsio),
vivía en la cúspide de la subida al Chispero, en una casita humilde dónde
perdió la vida su hermano al explotarle un taco cuando lo taqueaba de pólvora.
Horacio, alto, de fuerte complexión, sombrero tipo hongo, vestimenta alejada de
lujos, pantalones ajustados al cuerpo con una cabuya; al hombro jamás faltó
mochila en que carba alguna vianda, tacizo y machete para rozar maleza en algún
predio donde fuera contratado, pero eso sí, qué nunca estuvieran ausentes las
tizas para entizar los tacos de billar en que era todo un espectáculo, en dónde
ganaba dinero casi siempre.
Ahí en ese lugar
recóndito de la memoria se instaló aquel sacerdote llegado al pueblo cómo
coadjutor, el padre Manuel Jaramillo Flórez. Delgadito y pálido como un
espagueti, cabellos erizados entre canosos, voz gruesa perfecta para el
púlpito. Fumador constante, jugador de ajedrez al qué le dedicaba largas horas
en el viejo kiosco de redondel. Quizás nadie supo, fue un buen tirador de
escopeta y aquí entre nos, ferviente admirador de las bellas muchachas. Inexcusablemente
en un lugar especial del palacio de la memoria se quedó paseando por sus
laberintos doña Luisa Bustamante (Mama Luisa). El primer recuerdo está en la
casa finca a la entrada del cementerio, con linderos de la quebrada Piedras
Blancas; recuerdos del corredor principal engalanado de aquellos descansaderos
bellamente llamados “nidos,” por donde correteaban sus hermosas y elegantes
hijas. Don Octavio Sierra el compañero, era un próspero carnicero qué se
mantenía a media caña, cada hora se tomaba su aguardiente que para aquel
entonces era anisado. En la parte del solar pastaban vacas, caballos y yeguas
de montar. Lo que hizo que la evocación se quedara dando vueltas, es la bella
estampa cuando todos los domingos y días festivos salían por la carreta rumbo
al Noral y, sus alrededores donde existían bailaderos. Llegaban al pueblo por
la tarde y sobre el pavimento se escuchaban el sonido de los cascos de los
jamelgos, la risa de los jinetes con más de un trago encima y los runrunes de
las viejas camanduleras.
Alberto.