MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

miércoles, 26 de febrero de 2020

MIRADAS ESCRUTADORAS


FRONTIS SIN TORRE DEL TEMPLO DE COPACABANA

De aquella Copacabana que acogió las escaramuzas de las confusiones infantiles, de esa aldea romántica de la mocedad, de aquel verde paisaje con olor a naranja, guayaba o mangos; de esa floritura multicolor de rosas, claveles, gloxíneas y bifloras moteadas de diferentes matices; quedaron engarzadas tantas imágenes que la memoria les dio hospedajes, sin esperar emolumento alguno de retribución. Se fueron acomodando las visiones más sencillas, tragedias imborrables, que aun desangran el alma; personajes de lucha diaria por darle lustre al poblado, protagonistas de la cotidianidad que de locos no tenían nada y sí mucho de avispados y en verdad qué el Sitio, era un lugar apetecido por quienes viven del cuento. Un gran ejemplar nacido en la tricentenaria lo fue Horacio (Tirsio), vivía en la cúspide de la subida al Chispero, en una casita humilde dónde perdió la vida su hermano al explotarle un taco cuando lo taqueaba de pólvora. Horacio, alto, de fuerte complexión, sombrero tipo hongo, vestimenta alejada de lujos, pantalones ajustados al cuerpo con una cabuya; al hombro jamás faltó mochila en que carba alguna vianda, tacizo y machete para rozar maleza en algún predio donde fuera contratado, pero eso sí, qué nunca estuvieran ausentes las tizas para entizar los tacos de billar en que era todo un espectáculo, en dónde ganaba dinero casi siempre.

Ahí en ese lugar recóndito de la memoria se instaló aquel sacerdote llegado al pueblo cómo coadjutor, el padre Manuel Jaramillo Flórez. Delgadito y pálido como un espagueti, cabellos erizados entre canosos, voz gruesa perfecta para el púlpito. Fumador constante, jugador de ajedrez al qué le dedicaba largas horas en el viejo kiosco de redondel. Quizás nadie supo, fue un buen tirador de escopeta y aquí entre nos, ferviente admirador de las bellas muchachas. Inexcusablemente en un lugar especial del palacio de la memoria se quedó paseando por sus laberintos doña Luisa Bustamante (Mama Luisa). El primer recuerdo está en la casa finca a la entrada del cementerio, con linderos de la quebrada Piedras Blancas; recuerdos del corredor principal engalanado de aquellos descansaderos bellamente llamados “nidos,” por donde correteaban sus hermosas y elegantes hijas. Don Octavio Sierra el compañero, era un próspero carnicero qué se mantenía a media caña, cada hora se tomaba su aguardiente que para aquel entonces era anisado. En la parte del solar pastaban vacas, caballos y yeguas de montar. Lo que hizo que la evocación se quedara dando vueltas, es la bella estampa cuando todos los domingos y días festivos salían por la carreta rumbo al Noral y, sus alrededores donde existían bailaderos. Llegaban al pueblo por la tarde y sobre el pavimento se escuchaban el sonido de los cascos de los jamelgos, la risa de los jinetes con más de un trago encima y los runrunes de las viejas camanduleras.

Alberto.   


jueves, 20 de febrero de 2020

RECORRIENDO EL PASADO


COPACABANA HACE ALGUNOS AÑOS

"El corazón de todos los inviernos vive en una primavera palpitante, y detrás de cada noche, vive una aurora sonriente". (Khalil Gibran)

Puede ser una manía genética o sólo algo inherente con los años, eso de estar haciendo viajes constantemente por el pasado; pero sea lo que fuere, es algo que llena el alma de contento y, algo más, es agradecerle al ayer, todo aquello que nos hizo ser feliz; es cómo desligarnos del mal generacional de la ingratitud. No se puede desechar por ningún motivo, las horas vividas en compañía de los padres, cuando el hogar, aún estaba unido por la vida y la paz de la morada, donde se calentaban los sentimientos al arrullo del ejemplo. Sacar del recuerdo a los institutores, la vieja escuela de tapias, los recreos, las animadas caminadas en estricta formación hasta la cancha de fútbol de La Pedrera, lugar, en que nos desinhibíamos y más de una pilatuna se cometía; cómo aquella, de pegarle en las canillas de los compañeros con ramitas de pringamoza o aquella sorpresa de ver a don Alfonso, maestro de segundo, levantando la tapa del pupitre, para tomarse tragos de aguardiente en plena clase. No se puede omitir el dolor de ver el primer muerto y que éste haya sido un compañerito de la escuela, electrocutado durante un desfile del 20 de julio, cuando tan animado llevaba su antorcha. De la misma manera, quedó para siempre la usurpación de unos cuadros, que nuestra madre amaba y que la maestra de primero, nos pidió para adornar el salón y que jamás regresaron al lugar de origen. 

Se viene así, sin cronología, los pensamientos más dispares guardados anacrónicamente en la evocación del corazón. En las vieja y derruida capilla de San Francisco, quedó revoloteando aquel primoroso instante, en que a escondidas, se galanteaba a la bella niña de trenzas, adornadas de pequeñas flores y el momento que de sus manos se recibió un pañuelo perfumado -hecho premeditado-, que duró mucho tiempo guardado en el bolsillo de atrás del pantalón y que todas las noches a escondidas, se le depositaba un beso. No se puede pasar el borrador del olvido, el tiempo de las navidades, cuando con la dirección de Margarita Quintero (hermosa voz), subíamos en tiempos de la novena del Niño Dios, al coro de la iglesia y con unos pajaritos de polietileno llenos de agua, acompañábamos el canto de los villancicos; nos sentíamos tan importantes que mirábamos de soslayo a los demás niños, además, estábamos seguros, qué el Divino Redentor, por nuestra 'devoción', nos colmaría de traídos y que no cabrían debajo de la almohada. ¡Bendito ayer! 

Alberto

miércoles, 12 de febrero de 2020

TEUTONES EN COPACABANA


RECORDACIÓN DE LA FUNDACIÓN DE COPACABANA


No sé qué día y menos por qué, cualquier amanecer de una mañana engalanada de fresco aire, fueron asentando sus pies tres hombres llegados de la Europa convulsionada por fratricidas guerras, podría ser debido a eso, que abandonaron su terruño dejando atrás costumbres, propiedades, familia, empleos y no es por demás, un tierno amor. Aquel hombre de complexión atlética, piel blanca, ojos azules, juntó su raza aria con la paisa; cupido les observaba y les clavó el flechazo. Por el sector en que cruzaba raudas las jaulas cargadas de cebús con su giba adiposa, maltratadas y sedientas. El Noral, ese lugar pacífico de frescura encañonada en que el tren dejaba la estela de humo matizado por el cha-cha-chá del movimiento, el sonido de los polines y aquel pito anunciador de la próxima llegada a la bella estación de la Copacabana de otrora; se acomodaron creando prole. Él era todo simpatía, bullicio cuando llegaba a comprar víveres a la tienda de “Madeja”. Don Carlos Pinsky era un paisa más. Apoyó la economía con una fábrica de químicos. La plazuela de San Francisco le dio en su belleza histórica un rinconcito al germánico Gerber Geithner; la memoria se ensancha buscando en alguno de sus recovecos y no visualiza la figura del extranjero, pero solo el presente dice que es, la ascendencia de Cristina Geithner la actriz. Un día aquel caserón hermano en vejez de la Capilla, se quedó sólo…

En la subida del carretero condominio de los Montoya, se instaló con esposa e hija alemanes, don Francisco Jingles. Hizo de su propiedad todo un búnker, encerrado por murallas de adobe macizo al que sólo entraban alguno de los Montoya: Zacarias, Segundo o don Rafael, también el vigilante custodio de la casa, empresa y árboles de naranjas pamplemusa, “ombligonas” y de unos arbustos atosigados de naranjas injertas, qué ni en el cielo las hay tan dulces, acompañado de enormes ejemplares de perros alemanes y a pesar de ello, revestidos de triquiñuelas, robábamos para hartarnos riéndonos de los caninos y del vigilantes. La familia no tubo jamás un rato de sociedad con nadie, ese comportamiento, más el claustro habitacional, levantó en la vecindad miles de conjeturas y hasta temores, se llegó a decir qué Mariano Ospina estuvo escondido ahí cuando los sucesos del 9 de abril de 1948. Una empresa de mangueras era la supervivencia y quizás el disfraz de un pasado culposo.  

Alberto.       

miércoles, 5 de febrero de 2020

"LOS ESCALERAS"


EL VIEJO PUENTE 

Hace tanto que nos enseñaron que mi bello pueblo, estaba distanciado de la capital por 16 kilómetros. No existía autopista a la costa, todo aquel que viajara para ver el mar se untaba de paz al atravesar el caserío de casas históricas de un solo piso, con ventanas y puertas abiertas. La carretera qué unía al Sitio con la Tasita de Plata era aquella llamada el carretero o la vieja, no exenta de huecos por la que tantas veces pasaban los ciclistas de la vuelta a Colombia con Ramón Hoyos al frente, aparatosas competencias ya de motocicleta o de autos y jaulas cargadas de café de aquí para allá o al contrario con ganado; era la misma por la que los sitiénses se trasportaban al trabajo, estudio o hacer las compras de cachivaches de moda. Aquello era casi un paseo. No se viaja de cualquier manera, de las entrañas de los escaparates salían a relucir las mejores prendas para no desentonar ¿pues qué dirían los pretenciosos de la ciudad?: “Vean a esos montañeros.” No. Bien vestidos nadie se daría cuenta y se mesclarían con la petulancia de la ciudad de la frivolidad. Era un recorrido matizado por el polvo, las frenadas a cada momento para recoger pasajeros diseminados a la vera del camino, el chirriar de las llantas al escuchar el timbre halado por alguno que ya había llegado al lugar de destino.

Los carros de escalera estaban agolpados enfrente de la cantina de la pisca debajo de uno de los palos de mango, era allí el cuadradero en que los ayudantes o fogoneros ensordecía con el pregón: “Copacabana Medellín, suba qué nos vamos.” El muchachote desordenado montaba al capacete todo lo que no se podía llevar en las bancas y de paso miraba la pierna de las damas, que después de mil peripecias subía para acomodarse. Aquel Fargo, ese Chevrolet y el Ford de 8 bancas pulcramente mantenidas, eran unos palacios multicolores. Los laterales del vehículo eran un museo geométrico que rompía la brisa matutina cuando el motor ronroneaba acortando el camino; al cruzar dejaban ver en la parte trasera la religiosidad de la hidalga Copacabana. En el olvido no puede quedar las imponentes sirenas colocadas en el frente y en la parte más alta del carro, que se hacía sentir cuando partía o en la llegada avisando qué estaban de regreso. Los postigos dejaban ver rostros expectantes, sonrisas tímidas, manos agitadas, mientras en la calle la chiquillería rodeaba con sorpresa y cariño a los que bajaban y ponían sus pies en suelos preclaros.    

Alberto.