EL VIEJO PUENTE
Hace tanto que nos
enseñaron que mi bello pueblo, estaba distanciado de la capital por 16
kilómetros. No existía autopista a la costa, todo aquel que viajara para ver el
mar se untaba de paz al atravesar el caserío de casas históricas de un solo
piso, con ventanas y puertas abiertas. La carretera qué unía al Sitio con la
Tasita de Plata era aquella llamada el carretero o la vieja, no exenta de
huecos por la que tantas veces pasaban los ciclistas de la vuelta a Colombia
con Ramón Hoyos al frente, aparatosas competencias ya de motocicleta o de autos
y jaulas cargadas de café de aquí para allá o al contrario con ganado; era la
misma por la que los sitiénses se trasportaban al trabajo, estudio o hacer las
compras de cachivaches de moda. Aquello era casi un paseo. No se viaja de
cualquier manera, de las entrañas de los escaparates salían a relucir las
mejores prendas para no desentonar ¿pues qué dirían los pretenciosos de la
ciudad?: “Vean a esos montañeros.” No. Bien vestidos nadie se daría cuenta y se
mesclarían con la petulancia de la ciudad de la frivolidad. Era un recorrido
matizado por el polvo, las frenadas a cada momento para recoger pasajeros
diseminados a la vera del camino, el chirriar de las llantas al escuchar el
timbre halado por alguno que ya había llegado al lugar de destino.
Los carros de escalera
estaban agolpados enfrente de la cantina de la pisca debajo de uno de
los palos de mango, era allí el cuadradero en que los ayudantes o fogoneros
ensordecía con el pregón: “Copacabana Medellín, suba qué nos vamos.” El
muchachote desordenado montaba al capacete todo lo que no se podía llevar en
las bancas y de paso miraba la pierna de las damas, que después de mil
peripecias subía para acomodarse. Aquel Fargo, ese Chevrolet y el Ford de 8
bancas pulcramente mantenidas, eran unos palacios multicolores. Los laterales
del vehículo eran un museo geométrico que rompía la brisa matutina cuando el
motor ronroneaba acortando el camino; al cruzar dejaban ver en la parte trasera
la religiosidad de la hidalga Copacabana. En el olvido no puede quedar las
imponentes sirenas colocadas en el frente y en la parte más alta del carro, que
se hacía sentir cuando partía o en la llegada avisando qué estaban de regreso.
Los postigos dejaban ver rostros expectantes, sonrisas tímidas, manos agitadas,
mientras en la calle la chiquillería rodeaba con sorpresa y cariño a los que
bajaban y ponían sus pies en suelos preclaros.
Alberto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario