Estaba entrando la noche y el sueño no aparecía, queriendo
romper la oscuridad la mirada, se fue internando en la evocación, la escaramuza
del insomnio se tornó en un sopor tranquilizante, que eran como unas bellas
manos que lo iban trasladando por un espacio limpio de una azul armónico que lo
dejaba observar lo que ocurría varias decenas de años atrás. Aun estando
abstraído por el encanto del viaje tan tierno, sintió cuando lo descargaban en
el atrio, al frente de portón principal del templo de la Asunción. Era una
atalaya. Se divisaba sin obstáculo los movimientos de los pobladores de la
señorial Copacabana. Había llegado un día cualquiera, de un mes igual, el año
sí era por allá... Se sentó en frente de la iglesia en una de esas bancas de
cemento, mientras veía pasar especímenes de la nueva generación, esos que
seguramente son descendientes de aquellos amigos qué no volvió a ver; se le
vino a la melancolía del instante esas tragedias que enlutaron el conglomerado
del antañón villorrio, lo recordaba todos apenados con interrogante en la
mirada, cantinas de puertas cerradas por respeto al paso del sarcófago y a sus
duelos, aunque, el duelo era de todos. Se habían abierto heridas en el centro
del corazón de un pueblo que sabía llorar por sus hijos. La reminiscencia se largó
a deshebrar aquel cruento dolor del aciago, infausto, funesto y azaroso
instante de la tragedia de Cuatro Esquinas. Él, contaba el cuento, porque el
día no era el suyo para alejarse de los mundanales placeres y vanidades.
Lloramos todos y la historia lo supo.
Eran más que amigos, se convirtieron en una cofradía en el
deporte, los goces del dios Baco, las alegrías de hermanar los pueblos por
medio de la llama olímpica, estaban en los coros gregorianos de Semana Santa.
Hernando Rivera en el brocal del atrio, le dio vida al café El Deportista,
lugar pequeño, pero acogedor. Con el tiempo “Memo Gueso” tomó la
administración. Se sellaba el formulario del 5 y 6, haciendo fuerza y
amortiguándolo con espirituosos brindis de “guaro”; sonaba el jit del momento:
Era Marta la Reina. Guillermo Jiménez (Novillo), era alérgico a la policía.
Ellos llegaron y de una empezaron a darle garrote en las piernas; el que hace
este recuerdo, se inmiscuye en altercado y recibe bolillazo en la cabeza
quedando grogui; afuera siguió el conflicto, novillo cayó muerto en el kiosco y
herido Francisco Agudelo (Cuchifero). En un santiamén el pueblo estaba
militarizado, tentativa de asonada. Un tiempo más allá, aconteció otro dolor;
Eduardo Fonnegra Mejía, ese domingo bautizó a su último hijo. En tienda de Juan
Sánchez, principiando la subida al Chispero, se reunieron a celebrar el bello
acontecimiento. Risas a los chascarrillos, una copa más y como un fantasma
entró uno de los gamonales del pueblo, Eduardo trató de calmarlo y se escuchó
el disparo y un cállate negro hijo deputa; la palidez decía que se había
desangrado, murió en el acto, mientras Fabio Arango trataba de levantarse, no
podía, estaba cuadripléjico. Esos malhadados acontecimientos, golpearon el
alma, matriz de la sensibilidad del pueblo. ¡Yo aún lloro mis muertos!
Alberto.
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