El hombre desde que pisoteo la tierra ha venido en crecimiento
y con la rueda, se emberracó en busca de superación. En el tiempo que las
miradas inquisitivas iban trasladando los instantes a la oficina central de la
mente, quedaron el vocabulario, el atuendo, las costumbres familiares, comidas
y el proceder de la añeja cultura. Sin hacer esfuerzo, aparecen esas estampas
de esos ejemplares de la gallardía abrigados por la runa, carriel de nutria,
peinilla envainada en la cartuchera de ocho ramales, acompañados por su prole y
el caballito galapero que ya conocía todos los vericuetos del camino que los
llevaría a la cabecera del pueblo y dejaba escapar un relincho al ver la cúpula
de la iglesia, que sobresalía por encima de los tejados que resguardaban la
honestidad; se escuchaban a lo lejos: “Pañe ese costal y arranquemos pal jilo,
vusté sí ques bien langaruto”, era que ya habían asistido a misa y emprendían
el viaje de regreso a la parcela sembrada de plátano, hortalizas, árboles de
mango, naranja y mandarinas en que revoleteaban las abejas polinizadoras,
colibrís, azulejos, “sangre toros”, toches y cuanta ave sintiera a su paso el
deseo de saborear la dulzura esparcida en la heredad de la estirpe. Debajo de
un árbol frondoso con ojos amodorrados, estaba la vaquita mascando sin
finalizar el bocado de hierba, mientras con la cola espantaba los moscos, en la
que el perro criollo redoblaba los latidos para dejar escapar su felicidad.
Por la puerta falsa del caserón que miraba de frente el
templo, de mañanita salía arriando las vacas, don Ramón Ríos (Ramoncito), con
su figura cansada de años y aquella hernia inguinal que llenaba de
interrogantes a los ladinos niños; se le veía abrir la alambrada existente
después del histórico puente de Imusa, dejando que los rumiantes cuadrúpedos se
adentraran por entre los guayabales que bordeaban la caudalosa quebrada de
Piedras Blancas, él, envolvía el rejo, retomando el camino de regreso; por
muchos años fue su disciplina y estampa que aún divaga por el sendero de la
quimera. Las empresas llamaban a los trabajadores, con pitos y sirenas, los
carros de escalera movían personas a fábricas de la ciudad. La Tasajera fue
emporio de semejantes dedicados a elaborar productos de aluminio: ollas,
poncheras, pailas y hasta ceniceros. Algunos de ellos, iniciaron sus propias
empresas, tal es el caso de Pelgón (Pedro Luis González), empresa que llegó a
figurar internacionalmente e Imelda, un caso de visión en un elemento de
estrato campesino, iletrado pero de corazón futurista, (Eduardo Gómez); en un
pequeño cuarto en que cabían un torno hechizo, una pulidora, él, y alguno de
sus hermanos, fueron dándole vida a ollas pequeñas, medianas y grandes,
portacomidas y poncheras que engrosaban los estantes de las cacharrerías en
Medellín. Prueba innegable de la intrepidez, arrojo y bravura del pueblo
antioqueño en que Copacabana está implantada por los vínculos de la hidalguía
de un pueblo creador.
Alberto.
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