Foto AMV.
Eran las primeras horas de la mañana. El padre ya estaba levantado esperando que en el fogón se calentara el café para tomarse en el pocillo los primeros sorbos que calentaran su cuerpo y avivaran su espíritu. El baño lo esperaba cómo lo hacía todos los días para darle frescura que le ayudaría a enfrentar el nuevo día. Lleno de ánimo y esperanza servía en una taza la misma bebida que la esposa esperaba recostada a la
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baranda de la cama. Terminado el consumo, ambos oraban a Dios por la paz del hogar y del mundo. Así empezaban la rutina diaria la mayoría de los hogares de antaño. Una pareja que se amaba y ese amor, lo derramaban en los hijos que crecían viendo respeto, colaboración, esfuerzo, hidalguía, que es la mejor forma de hacer hombres y mujeres de bien para el futuro. ¡Es el buen ejemplo el mejor consejo!
Había para aquellas calendas una cabeza visible que guiaba y un corazón que daba ternura. El padre iba dándole al niño fortaleza mental y física adentrándolo en labores cotidianas después de las tareas escolares con el consabido: "Es para que vaya aprendiendo lo duro que es la vida y en el mañana no sea un hogazán"; pero el niño no estaba sólo, estaba a su lado la imagen inmaculada de la madre que con ternura, le brindaba un refresco, agregándole: hágale caso a su papá, que todo es por su bien. No existía disparidad de conceptos paternales que fueran creando confusión en los hijos y el resultado saltaba a la vista. Con el correr del tiempo, ese niño ahora varón, es un señor que emula a su progenitores y da gracias por haber recibido de ellos la crianza que le formó una identidad ante la sociedad.
Las cosas cambiaron y tomaron un giro equivocado. Ya se les brinda a los hijos lo que ellos (los padres) no tuvieron y dejan de darles lo que sí poseyeron. Se quiere tapar los errores patriarcales con regalos muchas veces inauditos, dejando de lado el mejor regalo: el amor y el ejemplo.
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