Fracaso, no significa que no hemos logrado nada; significa que hemos aprendido algo.
¿Cómo hace uno para no amar aquello qué lo marcó para siempre?
En la paz conventual del pueblo sobresalía la algarabía de los niños al entrar y salir de la majestuosa escuela Urbana de Niños. Un lugar amable, amplio y acogedor, en la que se aprendieron las primeras letras y se socializó. Aulas anchas de techos elevados, puertas y ventanas que sobre pasaban la imaginación para dejarla volar. Corredores engalanados de verdes matas con policromía y colgantes helechos.
Foto: Monografía de Copacabana.
Al lado sur occidental, estaba siempre el año cuarto, del que siempre fue su maestro don Jesús Tapias. Un hombre exquisito en el vestir, el hablar, en su corrección y dedicación en la bella profesión de formar hombres para el futuro. Al tocar la campana para hacer la fila, cada grupo iba entrando al salón en completo orden. El mayor recuerdo de aquel institutor, queda plasmado en sus frases. Cuando llamaba a sus educandos para que le dieran la tarea y ninguno la sabía, él, subiéndose con los codos la pretina de la correa, decía: "Ésta molienda, es con yeguas amarillas". O, aquella, cuando explicaba una materia y preguntaba: "¿Todos entendieron? Miraba por debajo de los limpios cristales de las gafas y al vernos todos sentados haciendo movimientos de aceptación con la cabeza, exclamaba: "Sepulcros blanqueados". Pero la que nos ponía el corazón arrugado, era aquella sentencia que nos enrostraba, cuando se iba terminando el año y veía que eramos muchos los qué no marchábamos bien. Pasaba la mirada por los pupitres, la detenía un poco en el rostro de quienes sabía qué andaban mal y con la tiza en una mano y en la otra el borrador del tablero, la lanzaba con cierta sorna: "El día de la quema, se verá el humo"; nos daba la espalda para continuar escribiendo en el amplio y negro tablero la tarea para el día siguiente...
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