MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

miércoles, 4 de julio de 2012

CUANDO LLEGAMOS A COPACABANA.

Lo que se deja expresar, debe ser dicho de forma clara; sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar.
Ludwig Wittgenstein (1889-1951) Filósofo británico, de origen austríaco.

Un día del año 1944, se le dijo adiós (por enfermedad de la madre), a la hidalga ciudad de Rionegro, para llegar a formar nuevo hogar en la colonial “Fundadora de Pueblos”, adjetivo dado a Copacabana, después de la Monografía de Miguel Cuenca Quintero.

El cojo Esteban, fue el que, quien, cómo comisionista del poblado, había encontrado albergue para la familia. Era un caserón de alta techumbre, inmensas habitaciones que rodeaban anchuroso patio; puerta de entrada semejante a la de una iglesia con tallas de viejos artesanos, con zaguán extenso y contra portón. El lugar del comedor tenía la capacidad de albergar hasta Jesús y su última cena; ¿el solar? Era casi una selva en miniatura. Por lo rastrojos se extendían los bejucos de matas de totumo. Para dos niños pequeños, aquello fue siempre una aventura.

La tranquilidad era tanta, que se podía escuchar el aletear de un mosco y siempre estaba presente para alejar el calor, un airecillo refrescante que bajaba de las montañas o se venía encajonado por las laderas de norte a sur entrando sin permiso a todo lugar, en especial, al alma limpia de sus habitantes. Algo que no se aleja a pesar de la distancia en el tiempo, el mercado de los domingos realizado en todo el marco de la plaza principal al aire libre, con sus toldos blancos; los bultos de maíz blanco y amarillo; los verdes de las hortalizas, las velitas ‘tirudas’, la venta de marranas y su innumerables crías, que llenaban el ambiente de chillidos al ser destetadas y que de alguna manera, opacaban el hermoso y sonoro repicar de las campanas que llamaban a la feligresía a una nueva misa. Mucho menos, se puede olvidar, los dignos campesinos, ataviados de sombrero, ruana, carriel y alma limpia, que hacían sus compras, para regresar alegres montados en sus bestias a sus querencias, aferradas al filo de la montaña donde lo esperaban la prole de beso y abrazo, con taza de aguadepanela caliente. ¡Un pequeño recuerdo, de algo que jamás saldrá del alma!  

































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