Casa finca de don Zacarías Montoya.
Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio: no lo digas.
(Proverbio árabe).
Las salas de estilistas llenas de luces, mobiliarios caché, enjuagues de cabello y otros perendengues, no habían hecho su aparición y menos en un pueblo tranquilo y sosegado, en donde sus hombres eran arraigados a las costumbres ancestrales y a la sencillez de la vida.
En cuartos de 3 metros cuadrados, estaba el negocio de peluquería. Allí estaba acomodado hasta tres sillas, listas a recibir al parroquiano que se veía peludo cuando el cabello se trepaba por el cuello de la camisa. Enfrente estaba colocado un espejo largo y ancho, con muestras de vejez; debajo de éste, un vidrio que servía de mesa, para colocar los utensilios de trabajo: máquina manual para el corte, tijeras, la peligrosa barbera, un frasco con piedra lumbre para esterilizar los utensilios, la brocha y jabón para la afeitada, atomizador con alcohol para evitar infecciones, un trapo, en el que echaban talco al finalizar ; de un lado de la silla, estaba una tira larga de cuero, en la que se pasaba la barbera para darle más filo; abajo una gaveta en la que se guardaban las capas pulcramente blancas y bien lavadas con ese olor a pureza; una pequeña tabla, para la motilada de los niños, que era atravesada en el descanso de los brazos de la silla. Llenaban el resto del salón, unos muebles viejos para comodidad de los clientes en espera, una mesa en la que se encontraban periódicos y revistas amarillas de tantos ser hojeadas.
Torre, nave principal y casa cural de Copacana.
En la calle del Comercio y con un pequeño letrero que anunciaba el oficio, se encontraban las peluquerías de: don Jesús González, quizás la más elegante, la de Víctor Gallo, hombre alto y de infaltable tabaco en la boca; David Carbajal, un hombre lleno de iniciativas, restaurador de imágenes y buen conversador y por último, Eleuterio Rivera, cabeza de cabello blanco, genio disparejo; sobresalía, porque era tuerto y para esconder el defecto, usaba las gafas con un lente borroso que tapaba la cuenca donde alguna vez estuvo el ojo; no era el más apetecido, pero vivió toda la vida del oficio. Los cuatro se quedaron en el recuerdo para siempre embalsamados en la memoria de un niño, que allí perdió sus crespos, que la madre se deleitaba en peinarlos con amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario