Fábrica IMUSA 1936
“El hombre es maleable
casi hasta el infinito (Leo Strauss)
E
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s hermoso llegar con
los cinco sentidos, a pesar de cabalgar montado sobre tantos años y tener la
gratitud latente de todos los instantes vividos. No ha sido una autopista
despejada en que no haya pasado momentos angustiosos, acompañados de amargas
lágrimas, pero haciendo la cuenta desapasionadamente, son mayores las alegrías
y los transes inundados de alborozo; de esos, se ha atiborrado las líneas del
Blog, porque es muy poco a quien le gusta pasearse por el dolor. Si uno quiere
gozar el recuerdo, debe mantener vigente los instantes supremos de felicidad,
así el pasado, no es una carga de frustración, es el muelle que le da solaz a
la vejez.
Los hermanos chiquillos
que llegaron a un nuevo pueblo, a una casa tan grande en que se necesitaba
brújula para no perderse, a conocer otras personas que no vestían ruana para el
frío, como aquellos de dónde venían; las mujeres vestían suaves trajes de
popelina, los hombres ruana sí, pero, como traje típico del campesino
antioqueño. Los niños andaban descalzos, cuando ellos, usaban zapatos después
de que les quitaran los escarpines; sintieron desde el principio temores de la
llegada a una nueva cultura y notaban a pesar de la edad, que los niños
mostraban malquerencia ante los forasteros. Fue en verdad un principio
traumático, que como sucede siempre, se diluyó en menos que se persigna un cura
ñato. En pocos años estaban aprendiendo las primeras letras en la escuela y se
tuvo el agrado de conocer a un gran maestro: Jesús Tapias. Se ejercitó en la
defensa para no ser atropellados y que dos más dos, son cuatro. Los trompos
zumbaban al salir de sus manos, la pelota brincaba por mangas y calles; la
cometa pedía cada momento más hilo, hasta que un ventarrón bajado de la
cordillera lo reventaba, papel y varillas quedaban engarzadas en la copa de un
árbol. Se conoció la fantasía del cine y los deleites de los primeros amores
depositados en una colegiala.
Antigua casa consistorial.
Se aprendió a nadar en
las aguas cristalinas de una quebrada torrentosa, en que la naturaleza era
prenda de garantía para vivir. Se escuchaba a lo lejos el pito alegre del tren,
que pasaba lleno de trashumantes que dichosos, saludaban con pañuelos a los
habitantes de la comarca. La mirada se extendía hasta las inmensas montañas,
para observar los surcos que las manos callosas y honestas iban arrojando
semillas, que la tierra agradecida hacía brotar. La fontana, esparcía tenues
briznas de agua que remojaban el sofoco del medio día, cuando en la elevada
torre del campanario, sonaban melodiosas 12 campanadas y en la mente del niño
se creaban fantásticas imágenes de un futuro promisorio.
Todo sucedió en la
añeja Copacabana, pueblo que se quedó engarzado en el alma, igual que el amor
de la colegiala, de uniforme azul y blanco.