Detrás de los estacones.
“Cuando seas yunque,
aguanta, y cuando seas martillo, da” (Refranes antioqueños).
E
|
n el pueblo, pasaban
los días y los años sin muchos cambios. Era todo rutinario. El sonido del
martilleo en las fraguas. Las campanas de las escuelas llamando a los
estudiantes. El repique en el campanario para asistir al rosario diariamente en
el templo. La sirena de la empresa IMUSA, que invitaba al trabajo honesto a los
trabajadores ya fuera del campo o los citadinos, que ganaban con su sudor, el
pan para los hogares. Se escuchaban desde lejos las sirenas de los carros de
escalera, al hacer aparición en las calles, trayendo desde la capital, a
quienes allí laboraban y a los estudiantes que ya habían dejado el Instituto
San Luis, para continuar los estudios en las universidades, que soñolientos
estaban acomodados en las bancas del Ford de Luis Arango o el del hermano Pedro
Nel. Era tan calmado el ambiente, que se escuchaba, la propia respiración y
hasta el trinar de los pájaros que revoleteaban en los guayabales de las
riveras de la caudalosa quebrada de Piedras Blancas y hasta el timbre de la
bicicleta de Horacio Montoya, que estaba llena de aditamentos, que más bien
parecía un altar, resonaba en el silencio conventual de un poblado echo para la
meditación, la serenidad y la paz.
Las damas y las parejas
de enamorados, sólo contaban con el kiosco para un rato de esparcimiento. Allí,
podían escuchar música romántica que los trasportara en aras del sentimiento,
del encanto y la ternura, que brotaba de discos de 78 que giraban el traga
níquel; las mujeres, con sus dedos finos, apretaban el pitillo aplastándolo,
dejando escuchar: “te quiere mucho, poquito y nada” y, el enamorado de turno,
se tomaba sus tragos de aguardiente.
La paz brota desde aquí.
Un día domingo de un
año olvidado, dio inicio la competencia. La inauguración con bombos y platillos
se hizo a cuadra y media del parque. Regalo de una tanda del servicio a quienes
llegaran de primeros a sentarse en unos taburetes hechos en varilla de hierro,
forrados en cabuya; espectaculares para aquellas calendas, amplios y
descansados que invitaban a pasar largas horas en la Heladería la Española,
cuyo propietario Rodrigo Castrillón, hombre dechado de gentileza y amabilidad,
hacía que la estadía fuera tan grata, que se olvidara el regreso a casa. Música
de actualidad, pero no podía faltar la antigua, ritmo que era la devoción entre
el conglomerado de personas de la ciudad tricentenaria. Las damas encopetadas,
encontraron en el lugar, el sitio adecuado para la distracción, después de una larga
semana de oficios caseros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario