Abuelo enseñando amar
“El arte deriva de un
deseo de la persona para comunicarse con otro” (Edvard Munch)
Es imposible que en la
tranquilidad brindada por los años, la mente no direccione sus miradas al
deleite del pasado. No es fácil dejar de añorar la época en que el temor, hacía
alejar todo lo mezquino; ponía talanqueras ante las aberraciones, a la
incultura y la desfachatez. Viajar por el túnel del tiempo, es maravilloso,
igual, que aspirar el perfume de la flor o, saborear el beso de una madre. Una
de esas dulces añoranzas es el tiempo decembrino. Cuando expiraba el mes de los
difuntos (noviembre) y, sus lluvias se evacuaban con el aparecer en el
firmamento: sol radiante, mañanas primaverales, canto de aves, capullos que se
abren en colorida flor, que se repite por la polinización que las abejas hacen
en sus vuelos; airecillo fresco que cruza el espacio, moviendo tímidamente las
cabelleras despeinadas de los mozuelos, invitándolos al disfrute al amanecer de
un nuevo día. Ese recorrido por el ayer, es un bálsamo abrazador que mitiga en
buena parte, la hecatombe de un hoy, que es el antípoda de ese pretérito.
Con la finalización del
año escolar, se abrían las puertas de la diversión. Se sacaban de los baúles:
caucheras, trompos, pirinolas, canicas, la pelota de caucho; los carritos de
madera con sus balineros veloces, culpables de castigos, porque detrás de
ellos, se iban hechos trizas nuestras vestimentas. Cuando por los aires se
expandía el olor de las viandas de noche buena en cada hogar, el globo se
elevaba majestuoso por sobre los tejados o se formaba la algarabía de los niños
para coger uno de ellos, cuando en picada, se venía a tierra. No cabía en el
alma tanta alegría y en el cuerpo, el desbordante apetito impulsado por el olor
despedido desde la cocina, cuando en la olla la que fue la gallina colorada,
estaba a punto de llevarse a la mesa, nadando por piezas en un caldo amarillo
por el azafrán. La familia reunida, antes de engullirla, le daba gracias al
Creador, por no faltar el alimento en el hogar. Nadie quedaba con hambre y
hasta el vecino, recibía su porción.
Alumbrado navideño
No existían aparatos
tecnológicos; un radiecito de dos bandas, era el encargado de llenar el
ambiente de música bailable y de villancicos que en boca de niños hacían
recordar el nacimiento del Mesías, en un humilde pesebre entre un buey y una
mula ociosa, que le dio por comerse las pajas, que calentaban el cuerpecito de
la gloriosa criatura. El recogimiento de una sociedad apacible, hacía posible,
que la paz brillara junto a la estrella avisadora de un divino nacimiento y que
la humildad sea la esperanza de un mundo nuevo para toda la humanidad.
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