Para todos de corazón.
S
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e sentía cansado. A su
ya larga edad… ¿cuántos años? Para que pensar en ello. La noche se había
desprendido desde las bellas cordilleras. Por las del occidente, un sol casi moribundo
le daba paso a las incipientes tinieblas. No supo cómo ni cuándo se vio montado
sobre brioso corcel que lo incitaba con la brida, para empezar el largo viaje.
Aferrado
fuertemente a las ijadas empezó a ver las techumbres de las casas antiguas, de
la ciudad en que vio la primera luz, observaba, la amabilidad de sus gentes y
la sencillez en la manera de comportarse. La animosa cabalgadura relinchó
siguiendo la marcha y en un santiamén llegó hasta el pueblo en que supo escribir
su nombre garrapateado con el lápiz; dando vueltas por el parque, veía a los
campesinos descargar las cosechas que la madre tierra les brindaba, después del
sudor honesto a cada golpe del azadón; podía ver en la callosidad de las manos,
la honestidad guardada en el corazón, para repartirla con sus paisanos. El
galope se hizo cansino al empezar la subida por los años de juventud. No pudo
quitar la mirada a la vera del camino, en las que estaba diseminada las locuras
de la irresponsabilidad: licor a borbollones, asistencias a casas de escasa
reputación, en que el dinero caía en manos de mujeres que vendían su cuerpo
pidiendo rapidez, porque alguien más estaba a la espera. Aventuras insípidas y
perturbadoras de la paz hogareña, con regreso de experiencias y bolsillos
rotos. Enamoramientos casuales y vertiginosos en que no quedaron estampados en
la memoria ni en la de él y menos en la Dulcinea de turno. Seguían por trocha
hacía arriba, el alazán, estaba lleno de espuma de su sudor y del hocico la
baba le colgaba, era muestra fehaciente que las fuerzas brutas estaban a punto
de estallar, se compadeció de la montura y esperó llegar a la cima en que
Una calle de Copacabana.
divisó un pequeño plan
engalanado con verde césped, se apeó, le quitó el arnés para que pudiera
alimentarse libremente; se dirigió hasta un árbol frondoso en que al amparo de
su sombra pastaba un asno. Se subió a él, su mansedumbre compaginaba con los
años que aún le quedaban por recorrer.
Le dijo adiós a su
brioso acompañante y subido en el jumento en que no necesitaba ni cuerdas ni
lazos para guiarlo, solo con el movimiento de sus piernas, empezó la travesía.
Con lentitud, pero con paso firme del
animal, podía mirar la belleza del paisaje que lo rodeaba; pasaban sin ningún
inconveniente junto a tenebrosos abismos; miraba hasta la lontananza y apenas
si percibía el punto equidistante entre el ayer y el hoy, pero éste, era tan
pasivo y lleno de experiencia, que creía que estaba viviendo por fin su mejor
época.
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