Iglesia de Copacabana.
“Amo las limitaciones, porque son la causa de la inspiración.”(Susan
Sontag).
Las épocas no se repiten. Vienen por oleadas caprichosas hasta el
recuerdo, que es el baúl en donde se guardan, que a pesar de los años, no
permitimos que la polilla del olvido, carcoma su belleza. Hacemos esfuerzos
increíbles para luchar en contra de los prejuicios de un hoy insensible, a los
que los lanza la tecnología y la soledad de hogares sin calor. En la cripta
subterránea de la mente están embalsamados los mejores instantes, de aquel
tiempo sencillo, simple y amoroso.
El hogar permanecía unido ante la batuta de un padre bonachón, pero de
autoridad férrea, una madre fiel, amorosa y rezandera, que son los pilares en
que se asienta una sociedad para que la paz sea verdadera. Unos maestros que
tenían vocación y amor por la bella labor de formar personas para un mañana,
siguiendo los pasos dados en los cobijos de los niños. Unos sacerdotes íntegros
que emulaban los pasos dados por Cristo y apegados a los 10 mandamientos. Esa
colectividad, no podía comportarse de manera diferente y era amorosa,
respetuosa y colaboradora. El dolor se compartía para ser menos cruel; la
alegría se entregaba a manos llenas para el goce comunitario, sin escatimar el
más minúsculo detalle. El pensamiento no estaba embotado de superficialidades
que hacen daño, al crear envidias malsanas y llevar hasta el crimen para
adquirirlas. Se vivía plenamente con lo que se tenía y la diversión estaba a la
vuelta de la esquina montada en un carrito de madera o en la muñeca de trapo de
frágil acomodo; se hacía presente en la quiebra de la olla el día de la Primera
Comunión y en las botas de charol que calzaban los pies; se sentía, en las idas
a Misa con el uniforme de la escuela con el gorro ladeado, para impresionar a
las niñas con olor a santidad que tímidamente agachaban la cabeza, dejando ver
los moños azules y blancos adheridos a las trenzas. Están rebotando todavía,
los domingos llenos de campesinos, los blancos toldos del mercado.
Camión de escalera.
Todo aquello se marchó. Quedan aún y para siempre, las altas montañas que
sirven de fortín a un lugar que se atrincheró en el alma, que con sus verdes
paisajes suavizados por la brisa, deambulan en las noches de insomnio de un ser
que muestra deterioro por el correr de los años y que la sandalia carcomida por
el trasegar de caminos pedregosos, lo incitan a seguir cultivando con devoción
el amor por el terruño, que le dejó posar sus plantas y le permitió conocer la
simplicidad que conduce a la paz. Oh Copacabana, la de antaño.
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