Arte callejero
La tierra en épocas
anteriores, era apta para brindar alimento al género humano, sin que hubiera
que ayudarle con químicos de ninguna naturaleza. El abono lo daban las vacas
con el estiércol, materia orgánica en descomposición de la maleza, ramas de
árbol cortadas en las podas, excremento de caballos, marranos y cualquier
animal casero que rondara por el lugar. Todo era natural, pero como se nos fue
la mano en encargar muchachitos, esto, se repobló y se vino la debacle. La
“Pacha Mama” se sintió fatigada, empezó a dar quejidos desde lo más adentro,
mostrando el dolor de ver que no podía cumplir con su deber.
Fueron apareciendo los
negociantes, que aprovechan el mínimo error y vieron que el hambre, era la
mejor fuente para ensanchar las arcas. Químicos. Fungicidas. Pesticidas. El
veneno en todas sus manifestaciones ronda por los campos llenos de etiquetas
publicitarias, que prometen la salvación de los arados, sin explicar que lleva
el envejecimiento prematuro, abortos, envenenamiento lento, pero seguro del
campesino productor, quien se lo envía en atrayentes empaques al consumidor
final. El ‘asesinato’ masivo tiene el aval de los gobiernos del mundo, que
manifiestan defender la salubridad de su pueblo. La tierra, se sigue quejando.
Una llamada perdida.
Ahora, porque ella,
también está muriendo lentamente infectada por culpa de la voracidad del
hombre.
El sabor de los
productos comestible de antaño era engolosinador a las glándulas de gustativas.
Un ejemplo, era el sancocho de gallina. En la olla, bailaba ‘ojos’ de grasa; el
olor se esparcía por el contorno a varias cuadras de distancia, haciendo que
los transeúntes sintieran hambre y envidia del comedor en que se asentaría
aquel plato humeante. El animal había sido cuidado con sobras del hogar y con
el tiempo equitativo de desarrollo.
Siempre para el padre
del cobijo, era la pechuga…
“Las cosas sólo tienen el valor que les damos.” (Moliere)
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