Flor silvestre
Aún no se había
terminado la casa, que el padre construía con esfuerzo, le faltaba darle
término a la parte de atrás que permanecía en tierra. Por la sangre del niño,
corría la de los ancestros campesinos. Él, veía en aquel despoblado, la manera
de hacer unas eras, para sembrar hortalizas. Se apoyó en el conocimiento del
progenitor y…manos a la obra. Con viejo recatón se removió la apelmazada
tierra, formando cuatro hileras, en las que se diseminaron: coles, repollos,
cebolla, zanahorias, cilantro, remolachas y ají pequeño que para aquel entonces
se llamaba “de pajarito”. La impaciencia de la niñez, se desbordaba en ver
salir los retoños. Cada amanecer y antes de ir al baño, posaba los ojos ávidos
en encontrar una plántula llena de verdor. Un buen día, explosión de júbilo.
Estaban sobre el negro de la tierra brotando los hijuelos de su primera
siembra, hecha con sus manos en compañía del corazón inflamado por el pasado
ancestral de honestos campesinos, que en su mente revivían, trayendo del campo
al pueblo, la virtud de los labrantíos ejecutados en las agrestes montañas, en
que sus antepasados antes del amanecer, daban gracias al Creador, para iniciar
la jornada.
Cada día, las matas del
‘huerto’ casero, tomaban el esplendor natural y la felicidad se acrecentaba en
el cuerpo del niño y más, cuando sus padres lo felicitaban y le decían, que
pronto sobre la mesa estarían los productos, engalanando la vianda del hogar.
En la mente del pequeño deambulaban a granel muchas fantasías a las que quería
darle vida; miraba que quedaba espacio en aquel lugar de la casa y en un rincón
construyó albergue para conejos a cierta altura del piso, para que ningún
roedor, hiciera de ellos un festín. Por las tardes, los dejaba solazarse
caminando por los corredores. Lo conocían y seguían sus pasos. Era feliz al
hacer parte de la naturaleza. Una mañana el asunto fue más allá. Le dijo al
padre sí le permitía construir un lago para tener peces; la mirada de asombro
del ascendiente no lo desanimó y con barra y pala empezó la labor de realizar
un hueco a un lado de las eras. Se madrugó en compañía de un amiguito a un
pequeño arroyo y armados de costal empezaron la pesca.
Belleza dentro de los matorrales
Recorrían las orillas
de arriba abajo, hundiendo el elemento de cabuya para atrapar al anhelado pez,
que sería desde ese instante, el nuevo habitante en la casa del hijo de don
Pacho. Levantaron el costal, el agua se escapaba por los rotos quedando
chapaleando en el interior dos brillantes sardinas. La alegría iluminó los
rostros de los dos niños que con sumo cuidado las echaron en un recipiente
mientras llegaban al lar en los que estaba esperando el lago que sería el nuevo
hogar. Los dos imberbes fueron llenando con agua el hueco hasta quedar
repleto y con amor las lanzaron…solo se veía el brillo al hacer contacto con el
rayo del sol.
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