Casa consistorial y parque de Copacabana
Siempre se nos reprocha
a los que amamos el pasado. Puede que tengan razón. Pero el hoy, es
descendencia del ayer, así a muchos no les guste y llamen con palabras
peyorativas ese amor entrañable por el tiempo ido que se mantiene vivo en el corazón
¡Cavernícolas! Una de las expresiones en forma de diatriba que lanzan a los que
relatan los acontecimientos del pretérito, al que disfruta en cronicar las
experiencias antiguas o al que en sus rodillas, tiene al nieto sentado para
contarle aquello que vivió en los días felices de juventud. Era que vivir sin
apremios, lejos de esclavizantes ataduras tecnológicas, es digo de ser contado,
a una generación subyugada y embelesada ante los mandatos del consumismo.
Corrían los años 45 del
siglo pasado y en el campanario de la iglesia de Copacabana, se escuchaban las
cinco campanadas que despertaban en su sonoridad a las familias del contorno;
era decirles, que había comenzado un nuevo día. Madre e hijos pequeños, se
aprestaban para desfilar bajo la luz tenue de los faroles que engalanaban el
atrio, para llenar el templo parroquial. Llegaban sobriamente vestidos para
orar encomendando la tranquilidad del hogar y la ventura conviviera con ellos.
Desde las montañas el cielo comenzaba a clarear y se sentía el agradable olor a
chocolate. Miles de aves, dejaban escuchar los trinos y un sol sin impurezas se
asomaba detrás de la imponente cordillera, contagiando de calor la humanidad de
los obreros, que cruzaban raudos por el parque principal a iniciar labores. Se
escuchaba el crujir de los goznes de las imponentes puertas de los negocios al
abrirlas, para recibir la clientela; era cuando don Pompilio en su vetusta
tienda del marco de la plaza, deleitaba a los parroquianos, con el mejor
‘tinto’ (café), de todo el poblado. Ahí llegaban los madrugadores: choferes de
carros de escalera y sus ayudantes, campesinos que bajaban de las veredas,
trabajadores que se aprestaban a viajar a Medellín, los que esperaban que se
abriera la botica, los que arreaban ganado a pastar a las mangas cercanas, el
gamonal, que se disponía a hacer sus negocios y hasta los tahúres de cartas y
billar, en espera que el club les diera cabida.
Iglesia Nuestra Señora de la Asunción Copacabana
La placidez se
fortalecía en la amistad entre familias. A la casa, llegaban desde otros
hogares, el plato especial que la vecina, había hecho con amor o espumosa
mazamorra cascada en la piedra o la más ortodoxa en el pilón. Acompañaba la
paz, el policía, que era un amigo irrestricto de la comunidad, que se limitaba
a llevar borrachos a la guandoca los domingos, en que a los comarcanos se les
iba la mano en libaciones. Por la plaza en las horas de la tarde, solo pasaba
el aire fresco que le daba vida a las cortinas de croché o sacudía tenuemente,
la mantilla negra de venerable anciana que se disponía a entrar en el templo,
acompañada de la camándula.
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