La hermosura de un arriero
Cuando los años llegan,
la cabeza se platea, los huesos crujen, la faz inspiradora de romances, se
tatúa de arrugas, los ojos necesitan de ayudas para que lo borroso, tome de
nuevo el esplendor; los oídos se ponen de acuerdo, para que todo se les vuelva
a repetir; las manos ligeras, tiemblan para brindar una caricia. La memoria…
¿de qué estábamos hablando? Ella, hace esfuerzos inauditos para no alejarse de
la realidad y no desentonar ante interlocutores dialogantes familiares o los
compañeros de barrabasadas del otrora vital. ¿El recuerdo? Ese sí, se
revitaliza. Toma dimensiones insospechadas. No hay instante del ayer que no se
venga a la memoria. Cada conversación se ilumina con estampas del pretérito y
con lágrimas furtivas incapaces de resguardarse entre los párpados; lo
sentimental se agranda igual que aquel.
Haciendo acopio de lo
anterior, se traslada hasta el hoy, instantes de ese pasado. Se recuerda
aquella casa campestre incrustada en la falda de la cordillera al frente de
Copacabana, pintada siempre de azul y blanco en que don Ramón Arango Isaza,
pasaba con la familia los fines de semana. Hombre acaudalado, que de su
propiedad, había hecho un búnker al que sólo se llegaba con la autorización del
“mocho” administrador de la finca, que no era una pera en dulce y sí, un
personaje de infinita crueldad, como lo atestigua el comentario a voz populi
que circuló por la Villa de Nuestra Señora de la Asunción –Copacabana-. Se
decía “que alguna vez, alguien se aventuró a entrar a los terrenos, para
robarse cualquier minucia; fue detectado por el caporal que no se apeaba del
caballo. Lo persiguió y con la soga lo enlazó, después, lo amarró a la silla
del cuadrúpedo arrastrándolo por cuadras sin dejar de apuntarle con su
revólver. No lo vuelvas hacer, porque la próxima será peor”. A ese angelito nos
le enfrentamos en varias oportunidades, cuando en nuestro programa de aventura
estaba marcado, el cruzar el río Medellín, para invadir los territorios del
“mocho”, fiel sabueso del gamonal. En una franja del extenso territorio, estaba
un sembrado de naranjas de tamaño poco común, que menospreciaban a las
corrientes de las eras de los campesinos y su dulzura no parecía que fuera de
éste mundo.
Los arbustos tapan el cielo
De ahí, nacía el porqué
del riesgo tomado para aventurarse a ‘robar’ en propiedad ajena y enfrentarse a
dos peligros. Encontrar en las peripecias de bajar de una en una el fruto, sin
topetarse con el energúmeno vigilante y cruzar a nado el caudaloso torrente de
aguas contaminadas de basura, con docenas de aliciente dulzura que a cada
brazada, empujaba el cuerpo para el fondo. Estar aún aquí, es un regalo del
Ángel de la Guarda y de Dios.
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