MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

miércoles, 6 de agosto de 2014

TRAVESURAS DE MUCHACHO


La hermosura de un arriero

Cuando los años llegan, la cabeza se platea, los huesos crujen, la faz inspiradora de romances, se tatúa de arrugas, los ojos necesitan de ayudas para que lo borroso, tome de nuevo el esplendor; los oídos se ponen de acuerdo, para que todo se les vuelva a repetir; las manos ligeras, tiemblan para brindar una caricia. La memoria… ¿de qué estábamos hablando? Ella, hace esfuerzos inauditos para no alejarse de la realidad y no desentonar ante interlocutores dialogantes familiares o los compañeros de barrabasadas del otrora vital. ¿El recuerdo? Ese sí, se revitaliza. Toma dimensiones insospechadas. No hay instante del ayer que no se venga a la memoria. Cada conversación se ilumina con estampas del pretérito y con lágrimas furtivas incapaces de resguardarse entre los párpados; lo sentimental se agranda igual que aquel.
Haciendo acopio de lo anterior, se traslada hasta el hoy, instantes de ese pasado. Se recuerda aquella casa campestre incrustada en la falda de la cordillera al frente de Copacabana, pintada siempre de azul y blanco en que don Ramón Arango Isaza, pasaba con la familia los fines de semana. Hombre acaudalado, que de su propiedad, había hecho un búnker al que sólo se llegaba con la autorización del “mocho” administrador de la finca, que no era una pera en dulce y sí, un personaje de infinita crueldad, como lo atestigua el comentario a voz populi que circuló por la Villa de Nuestra Señora de la Asunción –Copacabana-. Se decía “que alguna vez, alguien se aventuró a entrar a los terrenos, para robarse cualquier minucia; fue detectado por el caporal que no se apeaba del caballo. Lo persiguió y con la soga lo enlazó, después, lo amarró a la silla del cuadrúpedo arrastrándolo por cuadras sin dejar de apuntarle con su revólver. No lo vuelvas hacer, porque la próxima será peor”. A ese angelito nos le enfrentamos en varias oportunidades, cuando en nuestro programa de aventura estaba marcado, el cruzar el río Medellín, para invadir los territorios del “mocho”, fiel sabueso del gamonal. En una franja del extenso territorio, estaba un sembrado de naranjas de tamaño poco común, que menospreciaban a las corrientes de las eras de los campesinos y su dulzura no parecía que fuera de éste mundo.

Los arbustos tapan el cielo

De ahí, nacía el porqué del riesgo tomado para aventurarse a ‘robar’ en propiedad ajena y enfrentarse a dos peligros. Encontrar en las peripecias de bajar de una en una el fruto, sin topetarse con el energúmeno vigilante y cruzar a nado el caudaloso torrente de aguas contaminadas de basura, con docenas de aliciente dulzura que a cada brazada, empujaba el cuerpo para el fondo. Estar aún aquí, es un regalo del Ángel de la Guarda y de Dios.


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