Virgen del Pilar en las calles de las Palmas
Echando una mirada
retrospectiva sobre el tiempo azuzando los sentidos, encuentra cuan distinto
era el devenir de lo cuotidiano. El verdor matizaba el entorno, dándole
nacimiento al agua procreadora de vida, sobre la copa de los árboles, las aves
anidaban en un festín de trinos frugales, que el oído humano degustaba dulcemente;
las semillas reventaban en los arados de tierra fértil al amparo de manos
callosas y clima bonachón que sabía de siembra y de cosecha. Los astros
embellecedores de la tierra, sol y luna, salían a divagar aprovechando la
claridad del firmamento, cumpliendo lo establecido, el sol calentaba, la luna
enamoraba.
El bautizo, era con
agua y con ejemplo; el hogar estaba cimentado en normas que despejaban el
camino para llegar hasta donde esperaban los derechos; la escuela era el paso
al segundo cobijo y los maestros unos apóstoles paternales, continuadores de la
majestuosa obra de la formación de criaturas colmadas de interrogantes,
anhelos, picardías y galimatías. Al entrar al aula se topaban con el Cristo de
manos abiertas y el compañerismo se sellaba unido al rezo. Al terminar la
jornada estudiantil, se emprendía el regreso al refugio hogareño, en que la
puerta la abría la madre con una sonrisa y un sinfín de preguntas, invitaba a
la mesa en que un chocolate humeante acompañado de bizchos y quesito,
recuperaban las fuerzas perdidas.
No importa quién me vea
A la serenidad de ese
entonces, le fueron apareciendo lápidas pustulosas que degradaron el ambiente.
La mujer, signo de ternura, se lanzó a la igualdad, faltándole poco para orinar
parada, la imperturbabilidad del hogar empezó la cojera y los resultados han
sido funestos; a los niños futuros de la humanidad, al nacer, se les llenó de
derechos, incitándolos a la rebeldía desde los balbuceos. En un rincón olvidado,
yace la chancleta enderezadora de la desobediencia y forjadora de personas para
construir un mundo mejor.