Belleza despegando
Era el lugar favorito,
cuando el peso de los años lo arroparon; ahí, en un rincón de la sala, se
acomodaba en una poltrona, sobre una pequeña mesa colocaba el ‘tinto’ (café),
sacaba de la cajetilla el cigarrillo Pielroja, lo encendía lanzando una gran
bocanada de humo y abría el libro en que venían impresas las líneas de humor
terrígeno, brotado de la mente de Rafael Arango Villegas, Bobadas mías. Sorbos,
humareda, sonrisa, estremecimiento. Pasaba las páginas ávido de encontrar en
cada chascarrillo, un remanso de alegría para sentirse un poema en el parnaso
del júbilo. Aquello lo revitalizaba, se sentía orgulloso de su raza por la
picardía en la que estaba cimentada.
De esos escritos
ocurrentes, lo más probable, traían a la mente del acrisolado patriarca, el
recuerdo de travesuras infantiles acaecidas por aquel hermoso valle, en que sus
pies desnudos correteaban como gacela, tras de un ternero o la saltarina
potranca, por el tapete verde, abrigo de la tierra de paz de la comarca en que
sus ojos vieron la luz por vez primera, arrullado por la hidalguía de la
estirpe en el calor de una ruana.
Mientras leía, el hogar
se encontraba en silencio. El perro dormitaba sobre sus pantuflas, el gato en
otro sofá ronroneaba y la esposa, calentaba con amor en el fogón de leña un
nuevo aromático tinto, para el amor de toda su vida, que reía a carcajadas,
allá en su refugio literario.
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