Escultura natural
En la puerta o los
alrededores del Teatro Gloria, se iban encontrando los amigos. Charlaban de
cuanta cosa estaban atrasados, reían de algunas pilatunas o del último chiste;
para aquel tiempo, no había nada que contar tocante a la tristeza, ni otra
arandela que estuviese ligada al dolor. Dentro, estaba el regocijo, las
expresiones innatas de aceptación o disgusto, el olor a cigarrillo y el sonido
de un beso que algún enamorado imprimió abusando de la oscuridad. Todo era
sencillo e inolvidable. Terminada la película, despedida; la mayoría vivía en
pleno centro del pueblo o barrios diferentes, algunos continuaban el mismo
camino, pero, se quedaban antes.
Pasaba por el histórico
puente que unía el centro con la periferia, escuchaba el rumor del agua
cristalina al correr, percibiendo el olor a guayaba, se iba apoderando de él,
un frío, cuando estaba próximo a llegar a la entrada al cementerio, continuaba
sin mirar hacia el lado izquierdo a sabiendas que más adelante, se encontraba
el verdadero motivo del miedo infantil, que tuvieron que pasar muchos años,
para poder dominar la extraña sensación de pánico ante la proximidad con el
contacto de la muerte. A la entrada del barrio La Azulita, tiempo atrás, había
atropellado un carro a uno de los guapetones del pueblo. En el punto que murió
(costumbre), enclavaron un cruz como recordatorio. Desde varios metros antes de
llegar, cogía un pedrusco, tomaba impulso y pasaba veloz, arrojaba la piedra
ante la cruz, costumbre milenaria y con voz quebradiza mascullaba una oración.
Nadie supo jamás de aquel miedo aterrador.
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