Amigos de la naturaleza
Se escapa un suspiro de desengaño, recordando que
su cabello no fue alisado por la mano lunareja y con unas venas brotadas
conducto de la vejez con los años de una abuela. No vieron los ojos el vaivén
de la silla mecedora llevando de paseo los recuerdos, que se volvían historias
de bellas épocas, arrulladas por el ronroneo del gato Pepe, con la cabeza
recostada al ovillo de hilo calabrés; no se recogió nunca las antiparras de
carey, cuando el sueño le alejaba de la realidad y caían suavemente cansadas de
ver en la lontananza los arados, en que se sembraba el amor con unas manos
callosas y honestas.
Jamás, la vio sacar del escaparate el bombillo
inservible para alumbrar, convertido en utensilio de zurcir las medias que los
descendientes estropeaban, con puntadas muy juntas y entrecruzadas, los hilos
que le faltaban en insipiente agujero. Jamás sintió la ternura de unos labios
puestos con un beso en la mejilla. No la observó hacer tejidos con sus agujas
de crochet, macramé con aquellos nudos
complicados, en que se entretiene mientras repasaba el ayer. No fue la muralla
para esconderse después de una pilatuna, aconsejada por la fuerza vital de los
ardorosos primeros años, cuando el padre de pretina en mano se abalanzaba sobre
el engañoso cordero. No la sintió nunca caminar despacio para ver si el nieto
se había quedado dormido.