Soledad
Habían sido muchas las circunstancias para llegar
a ser habitante de calle.
Desde las colinas, se desplegaba el manto negro
de la noche. Los bombillos de los barrios de la periferia titilaban; sabía que
en uno de ellos, estaban sus seres queridos. Caminaba despacio para no terminar
con los maltrechos zapatos. La ropa pesaba, las capas de mugre le imponían
mayor esfuerzo. La ciudad era toda suya. La ciudad nocturna pasaba ante la
lente de sus ojos, con depravaciones, crímenes y desamparo.
Cada paso dado, le mostraba la soledad; cada
mirada, se perdía en la opulencia de los de allá, de esos fuera de su círculo.
Conocía cada bar, taberna, restaurante y cafetería; sabía dónde daban y que
lugar lo arrojaban más lejos de lo que ya estaba.
Poco a poco las calles eran abandonadas por los
asiduos noctámbulos, que encubrían sus depravaciones con el velo culpable de la
oscuridad; estaba enterado que muchos obraban engañosamente a la luz del día.
Las luces del stop de los vehículos se reflejaban
en el pavimento, como grandes charcas de sangre. Sirenas de patrullas
policiales y de ambulancias golpeaban los oídos; lejos se escuchaban los ecos
de tiroteos a los que jamás ha podido acostumbrarse, lo mismo, que al abismo de
‘arenas movediza’ al que a mala hora por curiosidad entró. Estaba próximo a
llegar a aquel lugar en que unas manos arrugadas y temblorosas, le brindaban
con amor un ‘tinto’ que calentará la enferma anatomía. La viejecita tenía entre
plásticos la venta de café. Ningún lazo familiar; los unía el dolor del
abandono.
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