Museo 1
Se estaba en esa niñez intrépida, descomplicada,
casi que irreverente (por no decir alocada). Mandaba el juego por encima de la
responsabilidad; se encontraba en los padres un bozal para no caer al
despeñadero. La mente embotada de bolas de cristal, que el padre llamaba
canicas, trompos Canutos que se pintaban con los colores del arco iris, que se
le robaban cuando despuntaba de uno de los charcos de la quebrada; la criminal
cauchera de varios ramales de caucho, para que el golpe fuera más mortal en un
ave indefensa, que dejaba de trinar, mientras la naturaleza lloraba. Eran
aquellos utensilios con que se completaba la armadura del conquistador bizarro en
busca de la felicidad suprema de lo insospechado.
Era el tiempo, en que la imaginación estaba
activa (no había llegado la tecnología castradora), de su mano se construían
los juguetes, todo estaba al alcance en la naturaleza, compinche que entraba a
disfrutar con ahínco de los desmanes de párvulos inquisidores, de un mundo que
les estaba abriendo las puertas de lo insondable. Se aprendió que el peligro estaría
siempre rondando, que el amor existe desligado del sexo, del valor del hogar,
universidad cromosoma que influye totalmente en la estadía visible y palpable en
el orbitar dentro de la galaxia, aún en los espacios negros. Se imaginó el
futuro…el porvenir les tenía preparadas sorpresas: los músculos se crisparon,
en el iris se ensancho la pupila para dar cabida a los sollozos; la razón,
calló ante la injusticia, el orden y el método se quedaron a la espera de la
hecatombe.
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