CULTURA SINÚ
Aquel torrente que era convertido en
serenos charcos, era el lugar amable, ecológico de encuentro de la niñez en
Copacabana, por allá en la década de los 50. El caudal venía enquistado desde
la montaña, por entre sembrados de caña dulce y caña brava. La apariencia al
primer golpe de vista era la de un río por la cantidad y fuerza de sus aguas.
Pleitos con la capital, mermaron la fuerza del arroyo y aun así, continuaba
siendo el deleite de los párvulos. Las piscinas naturales casi siempre estaban
rodeadas de enormes piedras albas, que eran los trampolines desde donde se
lanzaban las inocentes criaturas, que no entendían que era futuro y mucho menos
lo que los mayores llamaban sufrimiento. La margen derecha, era la cuna de
guayabales que servían cual aperitivo antes de zambullirse en la profundidad
acolchonada de arenilla; la de izquierda, sombreada por árboles que daban
descanso a las vacas de don Ramón Ríos, llevadas a pastar todos los días
después del ordeño matutino.
A aquellas piscinas originarias, se les
iba poniendo nombre según el punto sobresaliente en el contorno: Charco Azul,
Charco Verde, Charco Piedra Etcétera. Quedaba corto aquella extensión para
corretear evitando que se nos fuera “pegado la chucha”, aquel juego sociable,
que brindaba alegría y conducía impecablemente a un castigo, por ser culpable
de raspones en las rodillas, codos y hasta en la cabeza. Cuando cansados se
estiraba el cuerpo al sol, la mirada observaba a un hombrecillo taladrando la
tierra y dentro de la cueva una batea en movimiento giratorio, buscando
chispitas de oro, por eso, todos lo conocían como Come Tierra o, más allá por
el camino, una figura rechoncha, mirada maliciosa, sombrero hongo y con más
remiendos que una trapeadora, el inolvidable Magín. Hoy, es una corriente
moribunda encerrada por casas que le robaron su espacio, tal vez esperando que
la quebrada recobre lo que le fue suyo.
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